
El caso de Rita Barberá debería en cualquier país que se aprecie a si mismo servir de enseñanza para que no vuelva a repetirse. Más allá de su trágico fallecimiento a escasos metros de las Cortes donde era representante de los ciudadanos, más allá de las causas naturales que han provocado tan terrible desenlace para su intensa vida, su devenir en los últimos años sería digno de estudio y merecedor de conclusiones aleccionadoras.
Barberá eligió seguir en las instituciones hasta el final. Aquí mismo defendimos que lo mejor para ella era abandonar sus funciones públicas para preparar su defensa y con objeto de no perjudicar al partido al que ha pertenecido tantos años. El motivo no era otro que el clima de condena previa que se había creado en torno a su figura, una tormenta de acusaciones políticas y mediáticas que iba a una velocidad mucho mayor a la investigación judicial, hasta el punto de arrastrarla en su avasallador recorrido.
Lo dicho por Alberto Garzón en los minutos siguientes a la muerte de Rita Barberá debería estar escrito en letras rojas en ese manual de lo que no podría volver a ocurrir: "En política debemos atacar sin piedad a las ideas, y respetar a las personas que las defienden". Por escrito en una red social, y también de palabra a su llegada al Congreso en la mañana de autos, donde afirmó de viva voz que "respeta a las personas, aunque no a las ideas". Una afirmación repetida no es fruto de un mal momento o un juicio equivocado. Las ideas de quienes piensan de forma no merecen respeto.
Pero hubo más prejuicios contra ella. El argumento ad hominem creado por Ciudadanos como condición previa indispensable para que el PP pudiera sacar adelante la investidura contribuyó también a esa condena previa, a ese prejuicio general al que hemos sometido todos a la ex alcaldesa de Valencia. En su propio partido anidó fácilmente la teoría inculpatoria hasta el punto de que murió sola, apestada y provocando la vergüenza de los líderes a los que se cuestionaba por su periplo judicial aún incipiente.
La Justicia paralela que ejercen partidos políticos y medios de comunicación es sin duda lo peor de este momento de la vida pública española cargado de rechazo y de cólera, en el que ha muerto para siempre la presunción constitucional de inocencia. La condena previa llega muy lejos, incluso hasta después de la muerte. Se ha llegado a asegurar que la trayectoria de una persona está marcada por la corrupción con su cuerpo aún caliente a apenas cien metros, y sin que un sólo juez o autoridad policial haya concluido con pruebas su culpabilidad demostrada. La condena previa que aboca a la muerte civil a personas como Rita Barberá se ejerce desde platós igual que desde tribunas de oradores o desde cenáculos íntimos donde se extiende la sospecha porque lo dicta la moda del momento.
Los inquisidores de Twitter han existido siempre en las barras de los bares y debemos tener sobre ellos la misma preocupación, tan grande como la que hemos tenido toda la vida con los bravucones dedicados a insultar. El fenómeno novedoso es el del odio político hasta lo irracional de muchos dirigentes y ciudadanos en general nacidos y formados en democracia.