
Casi dos meses después del 26-J, PP y Ciudadanos abrieron esta semana el camino más fiable para acabar con el parón institucional en el que España se sume desde diciembre. Tan largo periodo ha sido el mejor caldo de cultivo para crear la engañosa sensación de que la interinidad es neutra desde el punto de vista económico.
Nada más falso. No en vano los expertos estiman que, si la investidura ya convocada prospera, el PIB crecerá un 3 por ciento el año que viene. En otras palabras, se batirían con creces las previsiones hasta ahora manejadas, que rondan el 2,3 por ciento. Por el contrario, si la miopía política fuerza unas nuevas elecciones, los analistas están convencidos de que no sólo se desaprovechará ese potencial; también se truncará la buena evolución que ámbitos como el mercado laboral aún muestran. Así, la creación de puestos de trabajo se arriesga a pasar de los actuales 500.000 al año a 350.000, al compás que marquen unas expectativas de inversión que se desinflarán por la persistente incertidumbre. A ello deben sumarse los perjuicios de abortar la elaboración de unos nuevos Presupuestos. La credibilidad internacional que España recuperó (como demuestra la caída de la prima de riesgo) se vería minada, al tiempo que resurgirían las amenazas de sanciones por parte de la UE, ante los incumplimientos en el control del déficit a los que estaríamos abocados. Por tanto, es mucho lo que se arriesga con actitudes como aquélla a la que aún se aferra Pedro Sánchez, quien no sólo reiteró su no a la investidura de Mariano Rajoy, sino que lo extendió a un posible debate presupuestario. Lo que la economía necesita no es cerrazón, sino un desbloqueo político que permita formar un nuevo Gobierno.