Imagínense que la autoridad máxima de los judíos españoles, su Rabino más respetado, tuviera autoridad judicial propia para perseguir los delitos que entendiera se hubieren cometido en el seno de su organización religiosa. O que el Imán de la mezquita de la M-30 de Madrid aperturara actuaciones penales contra un musulmán infractor de la ortodoxia coránica. Nos quedaríamos absolutamente atónitos ante semejante aberración. Nos parecería intolerable e inadmisible. Y lo es.
Pues érase que se era que un ciudadano español ha sido privado de libertad durante 8 meses, y posteriormente ha sido condenado a 18 meses de prisión, por desvelar secretos de la estructura religiosa a la que pertenece. Me refiero concretamente al caso de Ángel Vallejo, declarado culpable por la Justicia Penal Vaticana. El "monstruoso delito" consistió en desvelar a la prensa la inmundicia, la corrupción de la curia romana.
Un negro pozo al que el Papa Francisco afirma haberse enfrentado con la santa voluntad de, como Jesucristo hizo, expulsar a latigazos a los mercaderes del templo. El sacerdote Vallejo entró en las cloacas vaticanas: en los lujosos apartamentos de 500 metros cuadrados que disfrutan algunos cardenales, o como el purpurado y todopoderoso Tarsicio Bertone utilizó fondos del Hospital del Niño Jesús para remodelar su ático.
O los negocios de la gasolinera vaticana. O como dineris causa se pueden fabricar santos, cosa de 400.000 euros. Todo ello muy edificante. Pues resulta que denunciar esa putrefacción merecía castigo. 18 meses de prisión. En cualquier caso si moralmente es espeluznante, materialmente es absolutamente aberrante: que una religión disponga de mazmorra para los díscolos.
Hace pocos días el Parlamento Europeo aprobó una resolución por la que se acordó proteger mediante impunidad a quien denunciara la corrupción, incluso si ello significara la desvelación de secretos. Como los que denunció el prelado Vallejo.