C ada vez somos más conscientes de que, en el mundo globalizado actual, los mercados financieros escapan al control de los políticos nacionales. Aunque algunas economías tienen suficiente escala como para dar forma a unos mercados globales interconectados, se enfrentan a impedimentos serios, políticos y económicos. En consecuencia, la economía global está atrapada en un ciclo financiero procíclico con pocas opciones de escapar. Como decía Claudio Borio hace unos años, el ciclo financiero global es más largo y más amplio que los ciclos económicos reales, y tiene mucho que ver con el valor fluctuante de la moneda de reserva imperante, el dólar. Cuando la divisa es débil, el capital fluye de EEUU a otros países, donde impulsa el crecimiento con el aumento del crédito. Por desgracia para esos países, en el mundo emergente los flujos internos suelen propiciar también la inflación, las burbujas de activos y la apreciación monetaria. El resultado es un riesgo financiero y geopolítico creciente que hace que el dólar sea más atractivo para los inversores. A medida que el capital fluye de vuelta a EEUU, el dólar recobra fuerza, mientras las economías emergentes se enfrentan a las consecuencias de unas burbujas de activos reventadas y devaluación monetaria. En un mundo de interés cero, un dólar fuerte interpreta el mismo papel deflacionario en los mercados globales que el estándar oro durante los años treinta. EEUU es la economía mejor preparada para sacar al mundo de la deflación secular, pero eso requiere la disposición de resolver el llamado dilema Triffin (el conflicto entre los intereses internacionales a largo plazo y los nacionales a corto plazo, que deben dirimir los emisores de divisas de reserva), asumiendo unos déficits de cuenta corriente cada vez más grandes, que permitan a EEUU satisfacer la demanda global de liquidez.
Parece improbable no solo para EEUU, sino también para sus homólogos emisores de reserva en el resto del mundo avanzado. El crecimiento económico estancado y las altas cargas de deuda en Europa y en Japón han destruido la voluntad de los políticos de subir los impuestos o pedir prestado más para dejar espacio a la expansión fiscal. En consecuencia, la política monetaria del mundo desarrollado se ha vuelto sobrecargada gravemente. De 2007 a 2014, los bancos centrales de las cuatro economías emisoras de reserva (EEUU, la eurozona, el Reino Unido y Japón) expandieron sus balances en 7,2 billones de dólares. Aunque eso aumentó la oferta global de dinero en 9 billones, el crédito del sector privado solo creció en 1,8 billones, lo que revela un defecto grave en la transmisión de la política monetaria no convencional a la economía real. En realidad, aunque los tipos de interés a casi cero han reducido los costes del pago de deuda, la carga real de la deuda ha aumentado debido al descenso de la inflación. Mientras los hogares y las empresas sigan centrados en desapalancar, estos países seguirán sometidos a recesiones de hojas de balance. En el mundo en desarrollo, China es la única candidata para emitir liquidez, pero su crecimiento desacelera y la recesión no parece tener un fin claro. Esto genera suficiente incertidumbre como para preocupar a los políticos chinos con asuntos domésticos. El problema actual es la falta de voluntad, no de oportunidades, para hacer lo necesario para impulsar la demanda.
En realidad, la inversión en infraestructuras necesarias para afrontar las necesidades del mundo en desarrollo y mitigar el cambio climático podría incentivar la reflación internacional. Se calcula que harán falta unos 6 billones de dólares en inversión en infraestructuras anuales en los próximos quince años solo para luchar contra el calentamiento global. Es más, el G-30 ha calculado que será necesaria una inversión anual adicional de 7,1 billones por las nueve mayores economías (que representan el 60 por ciento de la producción mundial) para sostener un crecimiento global moderado. Con EEUU, el emisor de la moneda dominante de reserva en el mundo reacio o incapaz de ofrecer la liquidez necesaria para cerrar la brecha de inversión en infraestructuras, debe instaurarse una nueva moneda de reserva adicional (cuyo emisor no tenga que enfrentarse al dilema de Trifin). Esto nos deja una opción: los derechos especiales de giro (DEG) del FMI. Por supuesto, el camino hacia una moneda de reserva es largo, sobre todo de DEG, que actualmente solo funciona como activo de reserva, con un tamaño de emisión (285.000 millones de dólares) pequeño con relación a unas reservas globales oficiales de 10,5 billones (sin contar el oro). Aun así, una expansión del papel de DEG en la nueva arquitectura financiera global, pensada en dotar de efectividad al mecanismo de transmisión de la política monetaria, puede lograrse sin grandes desacuerdos. Eso es porque, conceptualmente, un aumento de DEG equivale a un aumento del balance del banco central global. Funcionaría de esta manera. Los bancos centrales, para crear recursos, expandirían sus balances invirtiendo a través del FMI en forma de DEG aumentados. Como el DEG incluye derechos de voto, funcionan como capital, por lo que se puede invertir en ellos en el Banco Mundial y otros bancos de desarrollo multilaterales, que pueden decidir qué bienes públicos globales merecen los recursos. La retirada de asignaciones de DEG puede ajustarse para no causar demasiada inflación. Pensemos en un escenario en que los bancos centrales miembros aumenten su asignación de DEG en el FMI, pongamos en un billón. Un apalancamiento cinco veces superior permitiría al FMI incrementar sus préstamos a los países miembros o las inversiones en infraestructuras mediante bancos multilaterales de desarrollo en al menos 5 billones.
Además, los bancos de desarrollo multilaterales podrían apalancar su capital pidiendo prestado en mercados de capital. Según la calidad de los proyectos, en términos de gobernanza y flujos de caja, podrían venderse después a inversores como títulos garantizados por activos para financiar proyectos nuevos. Antiguamente, los recursos financieros para inversión los restringía el ahorro nacional. En los últimos años, la política monetaria no convencional ha demostrado que la liquidez y el crédito pueden crearse contra el ahorro global, con relativamente poco impacto de la inflación, siempre que haya exceso de capacidad en producción e insuficiente demanda agregada efectiva. El FMI y los grandes bancos centrales deberían aprovechar estos conocimientos y ofrecer capital y liquidez contra los préstamos a largo plazo de inversiones en infraestructuras. De esa manera, los bienes públicos globales no solo pueden financiarse, sino impulsar la recuperación global.