
Ahora es cuando nuestros políticos van a sentir la presión para llegar a un acuerdo que evite que, en tres meses, tengamos que volver a las urnas. El Rey ha dejado la responsabilidad en sus manos. No puede hacer otra cosa si no le presentan un pacto que garantice la investidura de un candidato más que lo que ha hecho: poner a cada uno frente al espejo. La sociedad contempla con hastío creciente sus dimes y diretes y los sectores productivos comienzan a hacer sonar las alarmas.
Las primeras en hacerlo han sido las grandes constructoras. La licitación de obra pública se ha parado. En los centros comerciales ha caído drásticamente la afluencia de público ¡en plenas rebajas! Hay miedo porque la crisis está muy reciente, aún sentimos sus efectos. Las empresas son conscientes de que corremos el riesgo de revertir el círculo virtuoso en el que tanto nos costó entrar para embarcarnos de nuevo en una espiral destructiva. Ante el aparente egoísmo o la desidia de nuestros representantes públicos.
Por loable que sea el esfuerzo que han hecho el Partido Socialista y Ciudadanos para forjar un pacto que conviene tanto a España como a ambos, se queda corto. Y, sin embargo, da la impresión de que no vamos a ir mucho más lejos.
En las últimas horas, hemos asistido a una escalada de reproches mutuos, en todas las direcciones, más propia de un patio de colegio, o de una burda campaña electoral, que de una clase política responsable que trabaja en un proyecto de país que logre ilusionar a una gran mayoría.
Incapaces de mirar más allá de sus propias siglas, parecen condenados a vivir, jornada tras jornada, el día de la marmota. Arrastrando consigo el fruto de los muchos esfuerzos que durante los últimos largos años han hecho los ciudadanos. O despiertan, decididos a cambiar el rumbo, o todos, ellos mismos también, acabarán por pagarlo.