
Es evidente que el ritmo del crecimiento mundial no mantiene la aceleración que mostraba hace un tiempo en diversos países, menos intensa en Europa, y que tal minoración pilla en situación no óptima a algunas economías, empezando por las de Estados Unidos o la Unión Europea que, especialmente esta última, no termina de lograr un crecimiento bien asentado o con fortaleza. Noto la evidencia, tanto por la experiencia reciente como histórica, de que ni la política monetaria -con inyecciones masivas de liquidez sin precedentes, tanto en cuantía como en la forma concertada de ejecución desde 2008, y en realidad varios años antes-, ni las políticas fiscales de gastos públicos mayores (la austeridad no lo ha sido, desde luego, ni por la cuantía total de los gastos, ni por la eliminación plena de los déficit, que han continuado, como tampoco por menor endeudamiento de los gobiernos, y tal vez puedan referirse, no siempre si atendemos a los números, a las composiciones del gasto) han tenido el éxito o los logros que desde los poderes públicos se dijeron. Tales políticas expansivas no han sido inocuas, pues han tenido inicialmente efectos concretos y momentáneos sobre la recesión y a largo plazo han creado distorsiones. Pero conocíamos su ineficacia, pues si inyectar dinero o gasto público fuesen verdaderas soluciones a los problemas que enfrentan las economías, bastaría con incrementar esos componentes y fomentar sus diversas y complejas consecuencias. Por el contrario, más bien parece que buena parte de aquéllos problemas de las economías han sido creados por este tipo de políticas e ideas económicas desafortunadas.
Ahora, diversas instituciones económicas nacionales e internacionales, entre ellas el Fondo Monetario Internacional (FMI), advierten de un posible freno o desaceleración del crecimiento mundial, que muchos interpretan en clave trágica de nueva recesión y, por tanto, de fracaso del mercado, del capitalismo o de las políticas de austeridad, como si estas últimas fuesen verdad (contrariamente a lo que han hecho todos los Gobiernos en el mundo), o como si los mercados no estuviesen incluso más intervenidos, cercenados o limitados que antes del estallido de la burbuja. Aunque el FMI falla a veces en sus previsiones, que corrige continuamente, y sus análisis pueden contener ciertos sesgos políticos, su último informe sobre crecimiento mundial tiene una lectura distinta a la de quienes quieren ver el desastre económico. Los países en vías de desarrollo, sobre todo China, India, Brasil o Rusia, crecerán a una tasa promedio del 4 % en el período que va de 2012 a 2017, cuando antes de la Gran Recesión de 2007 lo hacían al 9%, y China sola crecía al 14%. Pero, ¿realmente queremos retornar a aquellas condiciones de burbuja? ¿Es ese nuestro objetivo o guía?
Por otra parte, y siempre según dicho informe, los países emergentes y en desarrollo siguen mostrando en conjunto tasas de crecimiento superiores (4% en 2015 y 4,5% en 2016) a las de las economías avanzadas (2% y 2,2%, respectivamente), lo que además de cierta lógica permite mantener cierto grado de esperanza en la lucha contra la pobreza. Incluso el África subsahariana, la parte más pobre del mundo, mantiene tasas de crecimiento del 3,8% y del 4% para 2015 y 1016, respectivamente. El otro aspecto importante que interpreto es que el famoso frenazo afecta más a aquellos países o economías que peor se han comportado; que sus autoridades han hecho peor los deberes, cumplido peor con la moderación y seriedad de sus cuentas públicas o que mantienen internamente economías con regímenes autoritarios, muy intervencionistas y proteccionistas e incluso corruptos. Así en Latinoamérica quienes peor lo llevan son, con mucho, Venezuela y Brasil, y algo Argentina que mantiene una ligera mejora este año (electoral y de "alegrías"), pero puede entrar en recesión en 2016.
Para los países avanzados, especialmente la UE, se dejan notar no sólo el enfriamiento chino sino ciertos rescoldos de la crisis financiera, no cerrada o saneada por completo en algunos países, como el nuestro; los altos niveles de deuda pública, que se suman a una deuda privada todavía en reducción y recomposición; los déficit arraigados o estructurales que generan problemas para el saneamiento y reducción de las cuentas públicas y, de nuevo según cada país, las características particulares según se hayan acometido más o menos reformas y de calado más o menos intenso. España no sale mal parada aunque, como ya advirtiese el Banco de España, la recomposición de los componentes de la demanda, en favor del gasto interno y en perjuicio de la aportación exterior, no sea una buena noticia en una economía muy endeudada en todos los aspectos y que debe ponerse como objetivo seguir pagando sus empréstitos.