
El pasado día 12 por la mañana el Palacio Real fue testigo de los corrillos en la recepción conmemorativa del Día de la Hispanidad posterior al desfile militar. Un corrillo, según la Real Academia de la Lengua Española, es "un corro donde se juntan algunos a discutir y hablar, separados de los demás".
Cada uno tenía su protagonista. Además del de Sus Majestades, que es el Corro Real (en todas sus acepciones, de realidad y de realeza), los había alrededor de Mariano Rajoy, que confiaba en su victoria el 20-D para consolidar el crecimiento; de Pedro Sanchez, que aseguraba que llegará al Gobierno después de las generales para reformar el Estado; de los ministros y varios más.
Todos ellos salpicados de profesionales de la comunicación, que luego han relatado sus anécdotas. No hubo corrillo morado, porque Iglesias de Podemos está en lo de la República. Ni corrillos nacionalistas, porque sus presidentes, muy suyos ellos, alegaron otros menesteres.
Pero el más glamuroso, según los observadores, fue el corrillo del emergente Albert Rivera. El líder de Ciudadanos recibía los parabienes de "todo Madrid" (como se decía antes) y las tarjetas de visita de quienes querían dejar patente que le habían saludado antes de llegar al poder.
Y es que en España siempre se practicó lo de "arrimarse al sol que más calienta" y hacer del oficio de "paseante en cortes" una profesión rentable ¡Ay, cómo recuerdo las recepciones de la transición! En ellas aparecía hasta el lendakari José Antonio Ardanza y el president Jordi Pujol y, desde luego, yo que asistí a alguna estando en la UCD nunca di ninguna tarjeta a ningún líder, emergente o no.
Eran otros tiempos en los que la patria hispana resurgía a una nueva época; la de mayor desarrollo social y económico de nuestra historia moderna y en la que los intereses personales se supeditaban al bienestar colectivo. A veces pienso que ¡así me fue!, ¡así nos fue! (Cada uno que lo interprete como quiera).