Las previsiones mundiales que el FMI publicó esta semana sirvieron para discernir cuáles son las fuerzas reales que actúan sobre la desaceleración del PIB global. Con crecimientos previstos superiores al 6 por ciento en 2015 y 2016, resulta exagerado cargar todas las culpas sobre China.
Lo que resulta innegable, sin embargo, es que el conjunto de las economías emergentes, con América Latina a la cabeza, se encuentran acorraladas por la debacle en los precios de las materias primas.
En un mundo globalizado, un fenómeno de esas características necesariamente tiene que afectar a las demás áreas económicas, en especial a Europa, el principal socio comercial de China y muy ligado, sobre todo a través de España, a Latinoamérica.
Las convulsiones ya se notan en datos como la caída de las exportaciones alemanas en agosto, pero los expertos descartan que el impacto sea tan fuerte que desencadene una nueva recesión en una Unión aún beneficiada por circunstancias favorables, como el bajo precio del crudo.
Pero esa confianza en absoluto debe nutrir la complacencia. Europa está lejos de haber resuelto las muy arraigadas debilidades que muestra desde el inicio de la crisis. El Viejo Continente, en especial la eurozona, sigue arrojando bajas tasas de crecimiento, que no disminuyen su alto nivel de paro, mientras su endeudamiento público continúa al alza y el crédito es reacio a reanimarse pese a los estímulos del BCE. Es un contexto de estancamiento potencial, que las turbulencias de los emergentes pueden ayudar a que se materialice. Se trata de un riesgo demasiado alto ante el que Europa debe responder dando a su economía el impulso, en términos de competitividad y de innovación, que lleva años posponiendo.