La OCDE presenta hoy jueves sus recomendaciones sobre BEPS en la cumbre del G-20 en Lima. A estas alturas, cualquiera que haya seguido los últimos escándalos mediáticos sobre la fiscalidad de algunas grandes multinacionales, habrá oído el acrónimo BEPS o conocerá su significado. Pero, por si acaso, aclaremos que este término pretende aludir al empeño de algunas empresas en reducir en exceso su base impositiva y en trasladar de manera forzada o artificial los beneficios obtenidos en determinadas jurisdicciones a otras con menor o nula carga fiscal. Una práctica, que pese a todo y como reconoce la propia OCDE, es legal en la mayoría de los casos. Es legal en muchos casos y no es nueva. De hecho, aprovecha los agujeros de un marco fiscal internacional desfasado cuya obsolescencia se ha hecho aún más evidente con el advenimiento de la economía digital. En este contexto, lo que empezó como un proyecto centrado únicamente en algunas prácticas "BEPS" muy delimitadas está camino de convertirse, impulsado por la propia lógica social, económica del asunto, en una reconstrucción completa del confuso y cambiante entramado de legislaciones que regula la fiscalidad internacional.
Este esfuerzo responde, en buena medida, a una sensación de indignación pública y política que ha despertado la planificación fiscal agresiva de algunas multinacionales muy notorias entre los consumidores. Y es que, en los últimos tiempos, la fiscalidad de las empresas ha pasado de ser un tema de escaso interés, salvo para los expertos, a convertirse en objeto de un debate público y profundamente emotivo. Pese a ello, exigir simplemente que las empresas paguen "lo que les corresponde" no constituye una alternativa viable a la construcción de un conjunto de reglas y principios fiscales claros. Porque, ¿qué es lo que les corresponde, en qué país, bajo qué jurisdicción, según qué criterios??
Las empresas tienen la responsabilidad ante sus inversores de maximizar beneficios y reducir costes, incluidos los fiscales, dentro de la legalidad. Sin embargo, algunas prácticas van más allá de una planificación fiscal realista y crean una sensación de exceso o abuso y, sobre todo, un agravio comparativo especialmente sangrante en un momento en el que la crisis ha sometido a intensa presión tanto a la ciudadanía como a las finanzas públicas.
Pero esta perspectiva necesariamente está ligada a que los ciudadanos, y no sólo ellos, también demuestran su hartazgo ante una situación de exceso de incertidumbre. Una encuesta realizada por Grant Thornton entre más de 2.500 empresarios de 35 países, revela que el 74% preferiría un marco fiscal internacional más claro, transparente y armonizado aunque eso supusiera perder oportunidades de reducir su carga fiscal. Y no sólo eso, en países como España, un 71% de los líderes empresariales apoyaría medidas unilaterales por parte del Gobierno para atajar las prácticas de BEPS. Reino Unido o Australia ya están desarrollando este tipo de acciones. Es, por tanto, evidente que la mayoría de las empresas preferirían tener claro lo que resulta o no aceptable en planificación fiscal. Y también que muchas compañías con negocios transfronterizos se sienten agraviadas por la ventaja que prácticas como las condensadas en BEPS conceden a las empresas con los recursos económicos y de ingeniería fiscal necesarios para aprovecharlas.
¿Conseguirá el proyecto BEPS ese sistema fiscal más justo, eficiente y claro que reclaman ciudadanos, gobiernos y empresas? Si bien el trabajo de la OCDE ha sido encomiable por su rapidez y voluntad de sumar distintas visiones, esta organización no tiene capacidad de aprobar leyes o firmar tratados. Eso corresponde a unos gobiernos con intereses divergentes. Mientras unos buscan frenar la erosión de sus ingresos tributarios otros compiten por atraer a las grandes empresas con condiciones fiscales favorables. Esto hace prever, como mínimo, disparidades en el ritmo de implementación y en la interpretación de las medidas que finalmente se aprueben. Entretanto y en el futuro inmediato, las empresas, y no sólo las multinacionales, tendrán que tener en cuenta que sus prácticas fiscales estarán sujetas a unos niveles de transparencia mucho mayores. Además, si el ambicioso ámbito del proyecto se materializa, se avecinan muchos dolores de cabeza en los departamentos encargados de implementarlo. A cambio, el proyecto BEPS puede proporcionar a las compañías internacionalizadas, más allá de su tamaño, un terreno de juego más igualado en cuanto a costes y estrategias fiscales. Además, la mayor armonización debería suponer una reducción de los problemas a los que se enfrentan en sus operaciones transfronterizas.
En todo caso, y a la espera de estudiar detenidamente el paquete definitivo de recomendaciones (y su recepción por parte de los estados), esta puede ser la oportunidad de realizar una imprescindible reforma del sistema fiscal internacional. El veto a estas prácticas, tiene que ir acompañado de una mayor claridad, armonización y coordinación entre las normativas de los diferentes países. Las empresas necesitan evaluar la adecuación de sus prácticas fiscales en términos de blanco o negro y, hasta ahora, todo ha venido tendiendo al gris.