Opinión

Si hubiera sido un plebiscito, los independentistas lo habrían perdido

El marco en el que debe analizarse el resultado de las elecciones catalanas, aunque no puede prescindir de la concreta atribución de escaños a cada candidatura, debe tener muy en cuenta que el voto de los convocados a las urnas en Cataluña es hoy un voto que importa más que nunca a quienes no han sido convocados, esto es, a los españoles en su conjunto. Porque es cierto que nunca antes se había llegado a unas elecciones tan atípicas ni tan deformadas.

Queda claro que la candidatura independentista de Junts pel Sí no obtiene mayoría absoluta y en realidad pierde escaños en relación con las últimas elecciones de 2012, donde ERC y CDC concurrían por separado y obtuvieron 71. Eso obliga a mirar a la CUP para que el secesionismo gane apoyos. Pero obliga también a considerar que la CUP no solo quiere sacar a Cataluña de España, sino que, como programa propio mantiene que lo idóneo es que salga también de Europa y del euro. Unos socios así no parecen ser idóneos para ninguna política que no persiga algún tipo de autarquía entre el Afganistán de los talibanes y la Albania de Hoxha.

Por otra parte, tampoco en votos han obtenido mayoría absoluta las candidaturas soberanistas. Solo un 47% de votos no legitima intentar llevar a cabo una política que suponga tintes secesionistas. Es decir, la mayoría de los votantes han elegido candidaturas no independentistas. Esa es otra realidad numérica.

Pero este análisis numérico no es el que conviene hoy, algo que, sin embargo, será importante dentro de unos días a la hora de elegir presidente de la Generalitat, cuando entre en juego la aritmética parlamentaria y el juego de las mayorías. El análisis que conviene hoy, más allá de las cifras, debe centrarse en primer lugar en el carácter de falso plebiscito con el que se han vestido estas elecciones, que adultera su verdadera naturaleza.

Además, si hubiera sido un plebiscito, los independentistas lo habrían perdido porque no han llegado a la mitad de los votos. En segundo lugar, que la votación ha venido precedida de tal cúmulo de exageraciones, política ficción, dramáticas advertencias, gestos de apocalipsis y frivolidades que han distorsionado por completo su objeto y como consecuencia la interpretación que de los resultados quepa hacer.

Es por esta distorsión por la que hay que poner hoy en valor que es imposible sostener que el resultado de las urnas, por más claro que pueda parecer, suponga alguna legitimidad para que la parte parlamentaria ganadora (solo en escaños) pueda dar pasos en la ruta sin contar con el resto de los partidos y candidaturas que se sitúan al otro lado (más del 50% en votos). Más que nunca antes en Cataluña y en el resto de España, el diálogo poselectoral es absolutamente imprescindible, necesario, exigido por todos.

Es cierto que estamos en presencia de unas elecciones con un valor añadido, con un elemento adicional muy importante. Pero ni la separación exprés ni suponer que aquí no ha pasado nada son las fórmulas para trabajar al día siguiente. Nadie ha llegado a ningún sitio, ni siquiera a un punto del que se pretenda salir para hacer un camino independentista excluyente, propio, bajo la falacia de que los resultados amparan una vía que apisone a los no soberanistas. Cualquier solución que no incluya democracia (el exquisito respeto al otro) solo generará enfrentamientos, rémoras, perjuicios y desgarros o particiones sociales.

Pero cuando para votar se han sembrado disensiones irreconciliables, extremismos, una dialéctica de la ruptura como la única opción posible, se está muy cerca de considerar que ganar o perder por una cabeza y en el fotofinish es un presupuesto legitimador para recorrer la hoja de ruta soberanista. Es un error que no puede cometerse impunemente. La ley sigue en vigor, la Constitución también y los ciudadanos de Cataluña han hablado.

Han hablado muy poco a favor del independentismo. Y muy poco en contra también. Estos resultados en los que los que planteaban la ruptura no han llegado a la mitad de los votos, solo amparan una cosa: que todos han de hablar en un diálogo realmente constructivo. Estamos ante la oportunidad histórica de que esta crisis acabe suponiendo un impulso para los proyectos creativos de convivencia y fortaleza comunes.

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