Opinión

Limitar los horarios comerciales: un atentado contra la libertad

Las obsesiones de los nuevos gobiernos populistas o apoyados por populistas que se han constituido en municipios y comunidades autónomas van pasando de las musas al teatro. Cuando en Madrid, Barcelona, Valencia, Cádiz, Zaragoza o Santiago de Compostela, cuando en la Comunidad Valenciana, Aragón, Baleares, Extremadura o Castilla La Mancha sus regidores y presidentes se aburran de quitar efigies molestas y proponer cambios revanchistas de nomenclaturas urbanas, se supone que intentarán gobernar. Y la primera patita que han enseñado en algunos territorios es la plasmación de otra de sus obsesiones ancestrales: la liberalización de los horarios comerciales.

La libertad total no existe en ninguna comunidad, pero la tendencia a abrir la restricción de horarios de los comercios y negocios en prácticamente todas, hasta las que han tenido gobiernos socialistas durante décadas, se ha ido imponiendo en aras a la lógica que impone la sociedad del siglo XXI.

Pasear un domingo o festivo por Andalucía y entrar a realizar compras en sus grandes centros comerciales o en sus cascos históricos plagados de pequeños comercios tiene ya poca diferencia de lo que ocurre en Madrid o en Castilla-León. Lo mismo ocurre en Asturias o en Canarias. Pero la cuestión es si eso va a seguir ocurriendo después de la llegada a las instituciones de quienes quieren igualar las clases sociales de nuestro país por abajo, por el lado de la pobreza y la devastación de la actividad, en lugar de igualarnos en riqueza y en bienestar.

En algunos de los gobiernos autonómicos mencionados, y en alguna de las capitales sorprendentemente porque esta es una competencia autonómica que usa un marco estatal, ya se han adelantado las intenciones de imponer a los ciudadanos las costumbres que desde el poder se consideran adecuadas.

Veamos el anecdótico caso del alcalde de Valencia como síntoma de esta tendencia liberticida. Joan Ribó declaró hace unos días: "Los domingos no son para comprar, son para ir a la playa, a actos culturales y a misa". El regidor de Compromís, apoyado por València en Comú y por el Partido Socialista, considera que la cultura mediterránea no es comprar los domingos, y que a todo aquel que lo crea así hay que imponerle la costumbre y la ideología que su gobierno profesa.

Las compras en festivo rompen el descanso de los trabajadores, que deben permanecer en sus tiendas de lunes a viernes, de diez a una y media y de cinco a ocho por decreto, aunque ni un solo cliente traspase el umbral ni saque su VISA en el horario gubernamental marcado por los guardianes de la igualdad. Menciono, por no pasarlo por alto, la ironía del destino que ha supuesto ver una fotografía del sr. Alcalde comprando en un supermercado de Náquera? el pasado domingo 9 de agosto, según un testigo que posó con él en un selfie de recuerdo.

En la declaración de Ribó hay enormes riesgos que nuestra sociedad debería tener en cuenta. Uno: a la playa, en domingo. Se empieza por esa acotación, y se acaba cerrando el litoral no sólo para construir edificios sino también para que de lunes a sábado nadie se dé un paseo con los pies descalzos sobre la arena.

Dos: los domingos, para actos culturales. ¿Una película de John Ford le parece bien al sr. Alcalde? ¿O piensa como sus correligionarios madrileños que el western hay que erradicarlo de nuestros monitores de televisión? Se empieza por marcar el día de la semana que hay que culturizarse y se termina imponiendo la cultura que es buena o mala para el ciudadano. No es nada nuevo, por otra parte.

Y tres: los domingos, a misa. Aquí está la digresión en el discurso de Ribó, en la que introduce una burla encubierta hacia todos aquellos que, en pleno ejercicio de su libertad religiosa, deciden acudir a misa el séptimo día de la semana, el sexto, o el tercero, a la hora en que crean conveniente. Dicho por un dirigente político que ha manifestado ya su decisión de "aconfesionalizar" (sic) el consistorio prohibiendo la presencia de la institución local en los actos religiosos de la ciudad, no suena a nada más que a una gracia trasnochada de alguien que siente un profundo rechazo interior hacia una parte de los demás.

Dejando de lado a los españoles que van a misa, que ven películas de John Ford, que visitan la playa cualquier día de la semana, pensemos en el visitante. ¿Y el turista extranjero, qué pensará del cierre dominical? El concejal de Comercio valenciano Carlos Galiana ya lo había dejado claro al tomar posesión de su flamante cargo: "El turista que viene a Valencia no tiene que entrar a comprar en los centros comerciales". Y no se hable más. Y punto, le faltó decir a don Carlos, quien la próxima vez que visite París un fin de semana comprendería que fuera imposible tomar un café o comprar un souvenir cerca de la Torre Eiffel, o hacer lo propio en Nueva York en plena Quinta Avenida.

La última justificación que se ha dado en Valencia a este atentado en ciernes contra la libertad comercial es la necesidad de conciliar la vida familiar y laboral, algo que por lo visto es imposible si los comerciantes abren sus puertas en domingo.

No se plantea un análisis, matrimonio a matrimonio, pareja a pareja, hogar por hogar de las circunstancias que impiden la conciliación. Se plantea que la apertura de comercios en festivo es la que impide a las familias una armonía deseable. Lo cual, visto por los miles de empresas que impiden la conciliación de sus empleados imponiendo horarios leoninos hasta las nueve de la noche debe ser para frotarse las manos.

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