
España ha vuelto a ser fiable a los ojos de los inversores extranjeros. Estos lo demuestran, no con meros elogios en foros internacionales, sino apostando en firme por la adquisición de títulos emitidos por el Estado español.
Hasta el punto de que el volumen de bonos, letras y obligaciones de la Administración central en manos foráneas sobrepasó en abril la marca histórica de los 400.000 millones de euros. En otras palabras, el 55 por ciento del total emitido de esos activos se halla fuera de nuestras fronteras.
Para calibrar la importancia de este dato, basta con considerar que en 2012, en el punto álgido de la crisis de la zona del euro, cuando especular contra su supervivencia era todo un negocio, aquel porcentaje no pasaba del 36,53 por ciento. Desde entonces, España ha trabajado duro para reducir sus desequilibrios fiscales, ganar competitividad y volver a convertirse en uno de los socios más fiables de la Unión Monetaria. A nadie debe extrañar que los inversores respalden los títulos de un país cuya economía crecerá más de un 3 por ciento este año.
Pero nada sería más equivocado que creer que su confianza es un cheque en blanco. Precisamente en lo que respecta a la deuda pública, su volumen crece gracias a la pasividad del Gobierno frente al incumplimiento de las comunidades autónomas (cuyo pasivo supera el 22 por ciento del PIB ). En paralelo, las reformas que permitieron recuperar la fiabilidad queda en punto muerto ante la proximidad de unas elecciones generales, cuyo incierto resultado hace temer que queden definitivamente enterradas.
Malas perspectivas para un activo, la confianza, que debe cimentarse continuamente y no darla nunca por garantizada.