
Cuando en 1905, mi bisabuelo paterno llevó a toda su familia de Rzeszow (Polonia) a Nueva York, seguramente habría escuchado "algo" sobre la potente economía y la libertad religiosa que definía aquella lejana ciudad. Quizás algún vecino emigrante le había escrito alguna carta contándole que las calles estaban pavimentadas de oro.
Hoy, aquella lejana historia se vuelve a repetir. Nos encontramos ante una situación parecida. Como muestra el relato El viaje de la miseria, el marido de una amiga de un amigo, Kalilu Jammeh, consiguió recorrer 17.000 kilómetros de Gambia a Sant Pere de Ribas (una población cercana a Barcelona) y sobrevivir al esfuerzo.
En el prólogo a la edición española del libro, Joan Manel Cabezas, cuenta cómo la historia de Kalilu encarna las terribles condiciones a las que se enfrentan muchas personas en África subsahariana, la brutalidad inhumana, la corrupción de los funcionarios y las mafias que se aprovechan de los inmigrantes. Su historia también pone en evidencia el poder que tiene para muchos jóvenes africanos la imagen de cómo se vive en Europa. Para todos los que emprenden el camino, Europa es El Dorado, la tierra prometida, algo parecido a lo que imaginó mi bisabuelo sobre Estados Unidos hace más de un siglo. Kalilu también relata crudamente cómo aquel sueño se acaba convirtiendo en una pesadilla, ya que los emigrantes se enfrentan con prejuicios, por parte del país al que llegan, y un trabajo mal pagado en la clase social más baja.
El fenómeno de la inmigración ilegal no es nuevo para Europa, pero distintos factores lo han acelerado: la combinación del problema endémico en el Sahel y otras regiones, el colapso de los gobiernos y el aumento de los grupos terroristas han empeorado las condiciones de decenas de millones de personas que arriesgan todo para llegar a Europa.
Según la prensa británica, parte del problema tiene que ver con la mecánica del acuerdo de Schengen por el que en el norte de Europa se considera que lo que ocurre en el sur es un problema exclusivo de España, Italia y Grecia. Aunque el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, logró triplicar los fondos para las operaciones de rescate marino cerca de la costa europea y está formando un mando militar en Italia, hasta ahora Europa no se había enfrentado a las causas profundas del problema para poder buscar soluciones reales.
En mi opinión, hay dos enfoques que parecen ser eficaces ante una situación tan compleja y trágica. El primero es simplemente no dejar que los refugiados entren en el país y, además, dejar muy claro que no hay ninguna esperanza de asilo. Este es el caso de Australia, que cuenta con un programa para interceptar todos los barcos ilegales y llevar a los inmigrantes a campos de internamiento en las islas de los países vecinos, como la isla de Manus en Papua Nueva Guinea. Con esta medida se traslada la idea de que Australia no admite inmigrantes y que lo único que se puede esperar si se dirigen aquí es una larga estancia en el campamento y la vuelta al país de origen. La isla de Manus ha sido rigurosamente escrutada después de que los reclusos hayan protagonizado huelgas de hambre y se hayan descubierto abusos por parte del contratista privado que dirige el lugar.
Un enfoque similar es el que defiende actualmente el Gobierno de Estados Unidos: combina un sistema legal muy limitado y complejo para la inmigración, con una política firme orientada a detener el flujo de entrada ilegal, con fuerza letal, si fuera necesario.
Otra posibilidad es simplemente permitir o incluso alentar la inmigración masiva. Esto es lo que hizo Estados Unidos durante la primera parte del siglo pasado, cuando decenas de millones de personas emigraron al nuevo mundo, incluido mi bisabuelo. Una solución de este tipo podría aportar desarrollo económico a partes de Europa que sufren de estancamiento y despoblación.
No hay soluciones simples para problemas complejos. La emigración también necesita de otras medidas que deberían adoptarse en dos niveles: en los países con mayores índices de inmigración, ayudando a incrementar el nivel de desarrollo; y, en los países receptores, con actuaciones sociales y de introducción a la cultural que permitan. Para todo esto es necesario esfuerzo, consenso, y deseos de compartir, si se quiere un progreso cívico y económico entre los países. La opción militar que se está planteando no parece encaminada en esta dirección.