
Cuando Duchamp elevó un urinario al nivel de obra de arte, galerías y muchos marchantes se frotaron las manos alborozados. Lo que para los surrealistas constituía un gesto de rebeldía contra una sociedad decadente acabó transmutándose en la piedra filosofal que convertía el plomo en oro.
Ahora el mero hecho de contar con el respaldo interesado de marchantes y galerías aderezado con un artificioso comentario crítico eleva cualquier objeto, por muy pedestre que este sea, a la categoría de obra de arte y le otorga -y esto es lo realmente importante- valor de mercado. Hoy, en demasiados casos, el mercado del arte moderno es el mejor exponente de la necedad humana rentabilizada por unos cuantos espabilados.
Una puesta en escena en museos y galerías de ese maravilloso cuento de Andersen que relata como unos sastres se presentan ante el emperador y aparentan desplegar ante sus ojos un maravilloso tejido de gran precio cuya suntuosidad y belleza describen profusamente pero que solo puede ser visto por aquellos que poseen gusto y distinción. Como es natural todos pretenden ver lo que no ven ni existe y alaban el nuevo traje del emperador hasta que un niño riéndose exclama : "¡Mira, mira; el emperador está desnudo!"
La globalización y la aparición de nuevos mega millonarios ávidos de estatus y nuevas inversiones ha potenciado el crecimiento del mercado del arte que en 2014 alcanzó un volumen anual en transacciones en torno a 60.000 millones de euros. Difícil saberlo con precisión debido a las características de un mercado global tan mal regulado como opaco. Hace unos meses el experto financiero y acreditado coleccionista de arte el profesor Nouriel Roubini alertaba públicamente en el Foro de Davos que: "Guste o no, el mercado del arte está siendo empleado para evadir impuestos y lavar dinero negro. Puedes llegar, gastarte medio millón de dólares y nadie hace preguntas incómodas ni te pide que te identifiques". Una denuncia que es plenamente vigente en el mercado global del arte, donde la conjunción de falta de regulación y opacidad en cuanto al origen del dinero y a la verdadera identidad de comprador y vendedor se presta a toda clase de operaciones dudosas que propician la evasión de impuestos y el blanqueo de capitales. Las salvaguardias recientes adoptadas en las jurisdicciones de la UE y USA para evitar esas prácticas son aparentemente robustas sobre el papel, pero el régimen de Puertos-francos de Luxemburgo y Mónaco a los que hacía referencia en un anterior artículo Mega ricos en sus Balnearios Fiscales consagran un espacio de excepción con un régimen aduanero privilegiado y una baja o nula fiscalidad que propician las transacciones opacas entre sociedades off-shore detrás de las cuales se escudan, a resguardo del fisco, las grandes fortunas y coleccionistas de arte.
Gran parte del mercado contemporáneo del arte es puramente especulativo. Andy Warhol, ese corrosivo y genial cínico, lo plasmó descarnadamente en su serie Billetes de Dólar, una serigrafía de doscientos billetes de un dólar alineados cuidadosamente en filas y columnas, por la que un comprador anónimo pagó en 2009 la bonita cantidad de 43,7 millones de dólares a su anterior propietario. Una cantidad disparatada para el profano pero de hecho una sutil jugada especulativa por la cual, en una cadena de compras y ventas, el último iluso acaba a menudo pagando el festín de los listos. Una jugada que se inicia cuando un grupo de coleccionistas en colaboración con un marchante de arte patrocinan a un joven de pretendido talento y empiezan a acumular su obra: controlando compras y ventas y a quien se vende, con el fin de otorgar un sello de exclusividad y estatus a sus propietarios.
En una segunda etapa, al amparo del anonimato que impera en este mercado sobre la identidad de compradores y vendedores, se pone en escena en las salas de las casas de subastas mas reconocidas una serie de compras y ventas entre miembros del grupo y sus asociados con el único objetivo de revalorizar la obra. Se pagan precios récord que crean titulares y que por contagio repercuten también sobre el valor de los otros cuadros en la bodega de ese restringido círculo. Luego, puede darse que la operación de compra se desande mediante una venta privada -esta vez alejada de los focos- donde el comprador recupere su dinero al vender, a su vez, el cuadro al mismo que se lo vendió y por la misma cantidad. Un juego de espejos en el que todos ganan y donde lo único que queda es el titular que establece el precedente de un nuevo nivel de precios. Ahora es el momento de ceder o donar parte de la obra a museos bien escogidos que sirvan para anclar y bendecir el supuesto valor monetario y mérito del artista. En esa danza -por otra parte totalmente legal- están metidos galerías, curadores, casas de subastas y museos. Y ahora también llegó el momento de transmutar el humo en oro y materializar la plusvalía resultante soltando la obra con fineza, sin hundir los precios, pasando la patata recalentada a los especuladores de segunda fila. Un delicado cultivo que brinda una cosecha de varios millones de dólares a sus hábiles hortelanos; un enredo inspirado en lo que en los mercados se conoce como The Greater Fool Theory o en castizo: "tonto el último".
Un mercado, el del arte, en el que dada su opacidad y escasa regulación tampoco resulta particularmente difícil lavar dinero negro. Un particular puede comprar un cuadro por un millón para venderlo posteriormente a una sociedad opaca off-shore por diez millones realizando en el proceso un beneficio legítimo de nueve millones. La artimaña consiste en que la sociedad off-shore también pertenece al mismo personaje, que ahora ha conseguido aflorar en blanco el resultado de sus desvelos en negro.
Crear mercado copando compras y ventas para inflar precios es una operación que funciona, hasta que deja de hacerlo. En nuestro país el caso de Afinsa -ínclita promotora del Decálogo de la Ética Filatélica- y Forum con 200.000 afectados y un agujero patrimonial conjunto por valor de 5.500 millones de euros, nos enseña que los Fondos de Inversión en coleccionables, sean estos de arte o sellos, conllevan riesgos que no son siempre bien entendidos por aquellos que acaban pagando el pato en el festín de los listos.