
Existe un desconocimiento social generalizado sobre la situación de las arcas públicas.
El déficit público y la reforma de la Administración alcanzan dimensiones espectaculares en los debates económicos, de ahí que resulte pertinente esclarecer cierto confusionismo sobre ambos temas.
Existen posiciones extremas. Están quienes juzgan al déficit, que se produce por una propensión natural al despilfarro del sector público, como el gran culpable de la crisis, en cuanto dificulta la recuperación de la inversión y, por tanto, la reactivación. Un discurso que con frecuencia no va acompañado de propuestas realistas para remediarlo, más allá de utilizar la tijera sin especificar bien qué y cómo se va a podar. La aproximación opuesta es considerarlo un buen instrumento en las fases recesivas. El sector público actúa como demandante de última instancia. Desde un enfoque de corte ultra keynesiano se diría: háganse aeropuertos o autopistas que ya se llenarán; mejor que estarse quieto. Hay ejemplos conocidos de auténtico despilfarro.
Las posturas radicales no son fruto de la investigación económica, pero no paran de repetirse aun cuando sean tópicos presentados como argumentos por grandes comunicadores.
Tarde o temprano quedan desprestigiados, ya que la realidad es compleja e incierta. Claro que también hay en estos temas una falta de compromiso en la toma de decisiones. Sucesivos gobiernos anuncian desde décadas la reforma de la Administración, cuya ineficiencia es principal fuente del déficit, hasta el punto de calificarla como "la madre de todas las reformas". Pero lo que hay en el BOE podría quedar en meras declaraciones de intenciones, ante la falta de un consenso suficientemente amplio sobre competencias y plazos de las distintas administraciones para concretar la hoja de ruta. En general la sociedad muestra cierta apatía a la hora de profundizar sobre el déficit. Como ejemplo, pocos conocen que el cuestionable déficit tarifario, 3.600 millones en 2013, que empezó a reconocerse en 1996 y ya acumula más de 26.000 millones de deuda según la Ley 4/2013, llegó a incluirse inicialmente en los Presupuestos Generales bajo la rúbrica Costes del sistema eléctrico. En un mercado con elevados beneficios donde quienes generan la energía, venden y distribuyen son, mayoritariamente, las mismas empresas, en cuyos consejos acaban altos miembros de los sucesivos gobiernos.
Pese a partidas similares que lo acrecientan, el peso del gasto público sobre el PIB se sitúa por debajo de la media europea. En concreto, según Eurostat, un 47,8 por ciento en 2012, cuando países avanzados superan el 55 por ciento (la media de la Eurozona es del 50 por ciento). Y eso que se incluyen prestaciones de desempleo e intereses de deuda considerables. Pero en ingresos públicos nos situamos casi 10 puntos por debajo de la Eurozona (37 frente al 46 por ciento). Tenemos, por tanto, un desequilibrio que puede frenar la recuperación y el crédito, al ser absorbido por una deuda pública creciente. El problema radica más en escasos ingresos, por falta de crecimiento al haber sufrido España una segunda recesión, que en excesivos gastos, ya inflados por factores adicionales (más los gastos de la reestructuración bancaria).
En cuanto a la reforma de la Administración, existen serios obstáculos a superar, algunos con escasa difusión. Hay corporativismos muy arraigados en determinados funcionarios (traducidos con frecuencia en buen número de duplicidades y triplicidades entre las Autonomías, Ayuntamientos y la Administración Central), pero también una considerable acumulación de enchufados de partidos políticos. Vender solares o cerrar algunos organismos suele airearse más, pero solo es parte de la solución. Y aquí tampoco las estadísticas muestran un número elevado de funcionarios (incluyendo contratados laborales y eventuales): en porcentaje sobre activos representan un 12.7 por ciento frente al 15 por ciento de promedio de la OCDE (2012). Con datos respecto a la población total, España sería el cuarto país de la UE con menos funcionarios respecto a su población (Eurostat, 2012). En conclusión, aunque el gasto público deba financiarse con una cierta normalidad y el sector público tenga que redimensionarse, el objetivo más relevante debería ser que sea eficiente y productivo. Ahora bien, es necesario evaluar, de una vez por todas, la eficiencia pública (global y de cada funcionario), pues de otra forma "predicar una asignación eficiente de recursos públicos no pasaría de ser un discurso vacío" (Valle, 2003).
La alternativa fácil es meter la tijera sin más, lo que puede traducirse en mayores deterioros del bienestar social y del tejido productivo.