Opinión

Cómo atajar la corrupción

No se cambia el mundo sólo con el BOE. Hacen falta buenos gestores y medios vigilantes.

Para empezar, contra la corrupción hay que ser inflexible, y estar convencidos de que la batalla puede ganarse, lo que exige renunciar a considerarnos anegados en un mar de porquería o descargar el problema en unos centenares de personas. A veces con buenas intenciones empedramos el camino del infierno. Si creemos que España está al nivel de Botsuana, o que la corrupción es una isla en un país inmaculado, no tenemos remedio. Ni demagogia, ni autocompasión. Tampoco es éste un problema que judicializar en exclusiva. El mismo poder judicial que ha cerrado los ojos ante centenares de enchufes en una diputación provincial abre en otra provincia un proceso penal por una llamada de teléfono ambigua en un caso concreto. Ya sabemos que rota una cántara no hay bula para romper el resto, pero pobre del país al que tengan que resolverle sus problemas los tribunales de justicia.

En realidad, España tiene problemas serios, propios de un país desarrollado, que se han multiplicado durante las épocas de crecimiento económico, en los que los altos rendimientos de actividades especulativas servían de acicate para la búsqueda dinero fácil. Nuestros problemas principales no residen en la relación de los ciudadanos con la Administración ni con las fuerzas de seguridad, como los sobornos endémicos de algunos países del Tercer Mundo. Tampoco existen diferencias entre España y otros países sobre la corrupción adherida al tráfico de drogas o a otras formas de delincuencia, y que afecta los cuerpos de policía y a la judicatura.

Nuestras diferencias aparecen en las normas urbanísticas, en contratos sustanciosos de servicios y obras públicas, el enchufismo generalizado en algunas Administraciones locales, y en episodios de depredación de los presupuestos públicos con trabajos inexistentes o sobrefinanciados. En buena parte de estos casos, los cercanos al poder son empresarios que buscan la amistad de políticos desclasados para obtener sus favores, o correligionarios que hacen valer sus lazos ideológicos, y las donaciones a los partidos.

Los ciudadanos españoles y europeos, según los estudios internacionales sobre transparencia, no saben a quién recurrir. No se fían de los Gobiernos, piensan que los partidos conviven con la corrupción y consideran ineficaces a ONG, instituciones supranacionales públicas y entidades específicas. O desconfían de su voluntad de atajar el problema o de su capacidad para conseguirlo.

Para empezar, pues, necesitamos procedimientos y gestores de confianza, acentuar las normas de transparencia y encomendar la vigilancia de cada entidad por funcionarios ajenos ideológicamente a los vigilados, los más interesados en descubrir cualquier presunta irregularidad. Sin alterar el principio de la presunción de inocencia, la negativa a explicar procedencias de ingresos o la vinculación con empresas que obtienen lucro de la gestión pública debe ser motivo de remoción.

Los principales gastos de los partidos, los electorales, deben ser examinados con un detalle mucho mayor, y las empresas suministradoras sometidas al mismo escrutinio que sus clientes. Y es hora ya de acabar con algunas anomalías a las que nos hemos acostumbrado. Las fundaciones ideológicas deben tener un campo de actuación estricto, y recibir financiación privada, porque no se alcanzan las ventajas de que realicen tareas electorales o sólo tengan como ingresos las propias aportaciones del partido que las creó.

El Tribunal de Cuentas, las Cámaras y Consejos de Cuentas, deben ampliar sus funciones y descargarse de tareas más propias de la Intervención General del Estado, para abordar la eficacia del gasto. Sin duda, es apasionante conocer si tal o cual trámite se ha cumplido debidamente, o si la cláusula X debía figurar en el pliego o en el contrato, pero tendría mucha más utilidad funcionar como el Government Accountability Office, y jugar un papel más activo en la detección y prevención de la corrupción asociada a actuaciones administrativas.

Y conviene recordar que sólo con el BOE no se cambia el mundo. Hace falta una combinación eficaz de cambios normativos, procedimientos adecuados, y gestores eficientes, con la ayuda que para la erradicación de los vicios públicos tiene la labor perseverante de los medios de comunicación. En 1995, la Ley de Contratos del Estado se aprobó por las Cortes Generales en el año de la fuga de Luis Roldán, y creímos haber dado con la panacea, eliminando el peso de los directivos de nivel político en los procedimientos de adjudicación. Ahora, el año de otro Luis, Bárcenas, la Ley de Transparencia tiene como finalidad devolvernos la confianza. Solamente si somos conscientes de que la tarea es mensurable, y no imposible, y de que no hay recetas mágicas ni atajos, sino una combinación de trabajo en muchos frentes, podremos obtener resultados.

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