
La reivindicación de Mas y el triunfo del nacionalismo en el País Vasco alejará a los inversores.
Unos van y otros vienen. Esperanza Aguirre dijo adiós a la Comunidad de Madrid para dedicar más tiempo a la curación de su enfermedad, mientras que la expresidenta del Parlamento madrileño, Elvira Rodríguez, llega a la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV). Su nombramiento viene rodeado de polémica, ya que no fue pactado con el PSOE y cuenta con una larga carrera política. La nueva presidenta tiene sobrada capacidad y conocimientos para el cargo y exhibe una feroz independencia frente a altos cargos de su propio partido, entre ellos la expresidenta Aguirre. Pero por salud democrática es mejor consensuar los nombramientos. El PP desplegó una campaña contra el anterior gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, por su designación a dedo, en esa ocasión por el vicepresidente Pedro Solbes. Ahora él hace lo mismo.
Los políticos se apresuran a colocar cargos de confianza para acaparar poder y, en caso de dificultades, son los primeros damnificados. Rodrigo Rato tuvo que cesar a escondidas a Pilar Valiente al frente de la CNMV y después al vicepresidente, Luis Ramallo, para impedir que el asunto Gescartera perjudicara a su Gobierno. Zapatero echó de la CNMV a Carlos Arenillas, un destacado miembro de Intermoney, un think tank próximo al PSOE.
Por el control que ejerce sobre las empresas cotizadas en bolsa, es bueno alejar la tentación de utilizar la CNMV como un brazo ejecutor de sus deseos, como ocurrió con la adquisición de Endesa por parte de la italiana Enel. Son incomprensibles la duras críticas lanzadas desde el partido de Rajoy contra los nombramientos del PSOE al frente de los organismos reguladores, si no corrige su actitud.
La falta de debate interno se echa también de menos en la designación de Ignacio González al frente de la autonomía madrileña. La ausencia de una explicación convincente sobre el disfrute de su impresionante mansión de Marbella, que excede en mucho el poder adquisitivo de un funcionario, por muy cualificado que sea, acabará pasándole factura. Muchos ciudadanos se preguntarán por qué tienen que pagar impuestos, cada vez más onerosos, si sus gobernantes no son capaces de demostrar el origen de sus bienes, aunque sean en alquiler y formalmente pertenezcan a fondos opacos domiciliados en paraísos.
Si el Parlamento regional ratifica a González esta semana, como es probable, será difícil cambiar el cartel del PP para los próximas comicios. El debate, ahora acallado por los ecos de la marcha de la lideresa, se encenderá a medida que se acerquen las elecciones y ya no habrá margen para un recambio digno. Rajoy se expone, por su costumbre de postergar las decisiones importantes, a perder Madrid, uno de los bastiones hasta ahora inexpugnables.
Un porvenir parecido se está labrando su ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, entretenido en anunciar un impuesto tras otro en lugar de meter la tijera a fondo sobre el gasto público. Después del gravamen a las plusvalías de capital inferiores a un año, amenaza con un impuesto sobre operaciones bursátiles, en una maniobra destinada a tapar el estrepitoso fracaso de la amnistía fiscal.
Son cada vez más los organismos internacionales y nacionales que revisan a la baja las previsiones para el próximo año y comienzan a desconfiar del déficit. La última es la CEOE, que lo sitúa en el 7 por ciento a final de año. Así sólo logrará deprimir la economía y que sus votantes acaben por apoyar políticas menos confiscatorias. Se echa de menos un plan coherente en política fiscal, ante tanta sorpresa e improvisación.
Entretanto, el presidente parece obcecado en no tocar las pensiones. Si quiere seguir gozando de su confianza, Rajoy tendrá que explicar muy bien a los ciudadanos por qué va a destinar el mismo dinero que recortó de la paga extra de Navidad de los funcionarios, alrededor de 4.000 millones, a mantener el poder adquisitivo de ocho millones de pensionistas. Sobre todo, de los que cobran más del doble que muchos funcionarios.
Tampoco se entiende que Rajoy no haya aprovechado el conflicto catalán para anunciar un giro copernicano en la organización del Estado. Es hora de poner fin al café para todos, que el Gobierno de José María Aznar institucionalizó en el Pacto del Majestic, firmado por el mismo partido, Convergencia i Unió, que hoy exige un Pacto Fiscal. Las cosas evolucionan. La impresión de que el Estado español es injusto con Cataluña ha prendido en una parte importante de la sociedad catalana. El Gobierno debería mostrarse dispuesto a negociar un pacto de corresponsabilidad fiscal con Cataluña y quizá con Galicia, menos oneroso que el Concierto del País Vasco y Navarra, que las diferencie del resto.
El empeño de Rajoy en insistir en que sólo cabe actuar unidos contra la crisis producirá el efecto contrario. Las ansias independentistas de Artur Mas, unido al triunfo aplastante de los partidos nacionalistas en las próximas elecciones vascas, creará la impresión de una España ingobernable y socialmente inestable ante los inversores extranjeros y los mercados. Un motivo más de incertidumbre en esta crisis que no ceja.