
España debe acabar el ajuste financiero y reformar el Estado si quiere recuperar la confianza exterior.
Uno de los problemas más complicados con que nos encontramos los economistas es el de conocer las relaciones de causalidad entre los fenómenos económicos. Al menos hay aquí dos dificultades importantes. La primera es asegurarse de que dos variables estén relacionadas causalmente, porque no siempre fenómenos paralelos implican relación de causalidad; pero, aceptando que exista relación de causalidad, la siguiente dificultad está en descubrir la dirección, esto es, cuál es la causa y cuál es el efecto. Algo que los economistas confundimos con peligrosa frecuencia, y digo peligrosa porque si no conocemos la causa de un problema difícilmente podremos solucionarlo.
Es cierto que en el ámbito financiero se había creado un marco institucional que determinó una estructura de incentivos adversa. La política monetaria expansiva y la falta de regulación provocaron una auténtica inflación en el precio de los activos, así como que las instituciones financieras se embarcaran en operaciones de alto riesgo, lo que desencadenaría la crisis que estamos sufriendo. Pero no es menos cierto que las instituciones financieras, ayudadas por Greenspan y algunos defensores del Estado mínimo, capturaron al regulador convenciéndole de que los mercados financieros se autorregulaban, con los nefastos resultados que conocemos, tras inundar los mercados financieros de activos tóxicos, que siguen explicando el estancamiento, en el mejor de los casos, de Europa y Estados Unidos. Como mínimo parece poco honesto culpar ahora al regulador como causa del estallido de la crisis. Cuando los tan traídos y llevados mercados e instituciones financieras a lo largo y ancho del mundo se defienden con uñas y dientes de todo tipo de regulación que nos proteja en el futuro de catástrofes como la que se desencadenó en el 2007 y que sigue causando estragos.
La economía española tiene dos problemas muy graves que explican que ni la Unión Europea ni los mercados financieros se fíen de España, y de ahí que la prima de riesgo siga por las nubes a pesar de que el Gobierno presuntamente esté realizando los deberes que le ha impuesto la Unión Europea. Y digo presuntamente porque el Gobierno explica tarde y mal las medidas que está tomando y además no está claro que esté dispuesto a llevar a cabo las reformas estructurales imprescindibles para restablecer los equilibrios macroeconómicos necesarios para asentar sobre bases sólidas el crecimiento económico.
Comencemos con el primero de los problemas, que es el sistema bancario, y ello no porque sea más grave, sino porque también presuntamente se encuentra en vías de solución. Es cierto que el dinero no ha llegado, pero ¿cómo se puede explicar que las distintas instituciones, la mayoría de ellas en ruina, que se fusionaron en Bankia, sigan con los consejos de administración que las llevó a la situación de bancarrota en la que se encuentran y continúen gastando millones de euros en retribuciones de políticos, sindicalistas y otras representaciones igualmente politizadas? ¿A qué se espera para llevar a cabo la operación quirúrgica necesaria? Y, lo que es más grave, cuando se intenta pedir cuentas a quienes presuntamente algo tendrán que decir de aquellos desaguisados, los correligionarios salen en tromba a defenderlos. ¿Recuerdan la imputación de algunos de los altamente remunerados de Bankia?
El otro problema no es menos grave: se refiere a la disparatada estructura del gasto del Estado. El Ejecutivo no ha tenido más remedio que arbitrar una serie de recortes para conseguir un ahorro de 65.000 millones de euros, una cantidad que no era fácil conseguir de otras partidas presupuestarias distintas a las retribuciones de funcionarios y empleados públicos en general, con la ventaja de que son fáciles de calcular y son populistas, por lo que el Gobierno no tiene que dar muchas explicaciones, ya que la clase funcionarial no goza de mucha simpatía entre la población. Pero todo esto, si no se explica bien, que no se ha explicado, y si no va acompañado de las reformas estructurales necesarias de las distintas Administraciones del Estado, aparte de tratarse de medidas coyunturales, puede tener unas consecuencias no queridas en términos de descapitalización en el ámbito de la educación y de la sanidad, así como provocar problemas graves de cohesión social.
Desafortunadamente se ven muy pocos indicios de que existan intenciones decididas de emprender las reformas estructurales necesarias en ayuntamientos, diputaciones provinciales, comunidades autónomas y el Estado propiamente dicho. Pero, si esto no se hace, nadie debe extrañarse de la desconfianza en un Estado que apenas controla un 50 por ciento del gasto estructural, y de que a pesar de los recortes y los sacrificios de los más débiles la prima de riesgo siga sin moverse a la baja, pues nuestros posibles prestamistas no se fían de que puedan recuperar el capital prestado.