El Gobierno paró la salida a bolsa del 30 por ciento de Loterías para no malbaratar una joya de la corona. Los inversores exigían un 40 por ciento de descuento con respecto a la valoración media de la banca colocadora.
Hubiera granjeado 15.000 millones, cuando el minimísimo aceptable para el Ejecutivo eran 18.000. La entidad -sólida, sin deuda, con negocio recurrente y pingües ingresos- es un tesoro patrio demasiado valioso como para malvenderlo a precio de saldo con el fin de enjugar a toda prisa el siete que hicieron a nuestras cuentas públicas los despilfarros de la errada gestión económica socialista.
El Ejecutivo da al fin la razón a quienes señalaban el desmán que suponía esta operación en el compás de mercado menos propicio para que se aproximen valor y precio, y también al PP, cuyas declaraciones pudieron dar la puntilla la proceso, al desaconsejarlo en plena precampaña, por las dudas que pueda suscitar y que pretendía investigar a posteriori.
A río revuelto, el contexto añade presión sobre la privatización de Aena, anunciada con las mismas metas que la de Loterías. Y suma carga emisora al Tesoro, pues el dinero se iba destinar a amortizar deuda anticipadamente o a reducir las pretensiones de financiación hasta fin de año. Todo sugiere que el papel de las entidades financieras colocadoras ha tenido su peso.
En plena emisión de pagarés y captación de depósitos en pro de la liquidez, cualquier nuevo agente añade riesgo de atomizar el reparto de la tarta. Máxime en una inversión golosa para el cliente bancario medio. El Gobierno ha hecho bien en no jugársela, pero podía haber reflexionado antes. El escenario estaba cantado.