Sigo -y seguiré- siendo militante del PSOE... pero cada vez soy menos simpatizante", dice el expresidente Felipe González hablando desde una emisora.
Sabiendo, como sé, del comportamiento impecable que como militante ha tenido González durante el decenio zapateril, me hago algunas preguntas, pero antes de expresarlas quisiera dejar claro aquí por qué califico de impecable su comportamiento.
Durante este largo periodo, Felipe González se ha abstenido de emitir en público crítica alguna contra las derivas (a todas luces arriesgadas y a menudo peligrosas) que iban tomando las políticas de su sucesor... y no porque las ignorara, sino porque creía que su silencio convenía al PSOE, porque no quería meter ruido en el sistema.
Por otro lado, durante este decenio al expresidente se le ha visto mitinear allí donde se le ha llamado, y muy especialmente en Cataluña, intentando salvar los muebles a unos dirigentes del PSC ciegos ante la realidad, desafectos respecto al PSOE y reconvertidos en nacionalistas de segunda división.
En fin, una actitud callada la de González, quien ha sacrificado su libertad y sus deseos de crítica en aras de una militancia que, según el manual al uso, consiste en aplaudir y, en todo caso, en no levantar la voz.
Pero a la vista de los letales resultados de las elecciones del 22 de mayo, que colocan al PSOE en la postración, uno tiene derecho a preguntarse: ¿no hubiera sido mejor advertir públicamente de los peligros en que se incurría con tanta improvisación, con tanta ocurrencia... con tanta irresponsabilidad? Ocasiones sobraron para ello. Desde el nuevo Estatuto catalán (que nadie quería) a la negación de la crisis, pasando por las abundantes proclamas de izquierdismo infantil, por tanto disparate como se ha perpetrado desde el Gobierno durante los últimos siete años.
La socialdemocracia es otra cosa, y de quien mejor representó esas ideas políticas en España quizá cabía esperar que denunciara los desvíos letales que se estaban practicando.
Joaquín Leguina. Estadístico.