Opinión

Lorenzo B. de Quirós: Error, inmenso error

Las declaraciones de S. M. el Rey de España han desencadenado una considerable polémica. Desde unos sectores se considera que ello forma parte del ejercicio de las funciones moderadoras y arbitrales asignadas a la Corona por la Constitución. Desde otros, se cuestiona la conveniencia y la oportunidad de la iniciativa real en un entorno político y económico como el actual y en vísperas de un debate parlamentario en el que podrían interpretarse como un factor de condicionamiento a priori del comportamiento de la oposición. En cualquier caso, las distintas y contradictorias interpretaciones de las intenciones del Monarca ponen ya de relieve, al menos, la ausencia de un contacto e información previa a todas o a alguna de las partes implicadas en un teórico gran acuerdo nacional para afrontar la crisis de la economía nacional. Esto no parece prudente.

En los debates constitucionales quedaron acotados con bastante claridad el contenido y el alcance de las facultades regias. Así, el arbitrio y moderación de todas las instituciones que el artículo 56.1 de la Carta Magna atribuye al Rey carece por sí mismo de contenido competencial concreto. El monarca carece, pues, de todo poder moderador que no resulte de las competencias regladas que jurídicamente se le atribuyen expresamente en la Constitución. En consecuencia, las normas descriptivas que políticamente lo declaran símbolo o moderador son totalmente irrelevantes. En suma, las funciones del Rey son las de un mero poder residual, en expresión de Dicey, que son, por otra parte, las asignadas a todas las monarquías parlamentarias europeas. Desde esta perspectiva, el papel moderador o arbitral de la Corona carece de contenido efectivo y su uso unilateral; esto es, sin ser demandado de manera expresa por ninguna de las instituciones del Estado, es cuestionable.

En 1976, Reino Unido estaba al borde de la bancarrota. Solicitó al FMI un préstamo para evitarla. La situación económica y financiera del país era insostenible y, como en España, el socialismo estaba al frente del Gobierno. En ningún momento la Reina de Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte hizo declaración alguna animando a realizar acuerdos de ningún tipo. Los laboristas siguieron gobernando el país en solitario hasta su derrota electoral en 1979. Del mismo modo se han comportado siempre las demás monarquías europeas por una razón elemental: corresponde al Gobierno elegido en las urnas dirigir y aplicar la política económica y a los ciudadanos respaldar o rechazar su gestión en las urnas. Cualquier iniciativa de pactos o acuerdos corresponde formularla o plantearla a los partidos con representación parlamentaria. Aquí no hay margen alguno para moderar o arbitrar nada, salvo que lo soliciten todas las partes implicadas en el juego político, lo que, en su caso, haría innecesario el arbitraje regio.

En España, el Gabinete socialista tiene una posición parlamentaria que le permitiría tomar las medidas necesarias para combatir la crisis económica. Si no sabe, no quiere, o no puede hacerlo, la opción sería que convocase elecciones en búsqueda de un refrendo a su gestión o a su programa para salir de la dramática situación en la que se encuentra la economía española. Si las pierde, otro u otros partidos se harán cargo del Gobierno. Ésa es la regla de funcionamiento de un sistema democrático que, no se olvide, no se basa en el consenso más allá del respeto a las reglas del juego, sino en la competencia y en la alternancia entre proyectos diferentes. La democracia reposa sobre el principio de la responsabilidad. En otras palabras, el Gobierno tiene un mandato del que ha de hacerse cargo y no puede eludirlo o trasladárselo a otros.

Por otra parte, la idea según la cual un gran acuerdo nacional entre todos los partidos parlamentarios, los sindicatos, etcétera, es una especie de panacea para superar la crisis no resiste un análisis elemental. Depende de cuál sean sus contenidos, un pacto de esas características puede ser bueno, malo o regular. En cualquier caso sería de mínimos, lo que en las presentes circunstancias de la economía española sería claramente insuficiente. En este caso, el deseado consenso debilitaría en lugar de fortalecer el sistema porque no existiría alternativa a un fracaso del que participan todas las fuerzas políticas. Conviene recordar que la gran coalición CDU-SPD en Alemania no fue capaz de introducir reformas cuando el país comenzó a sufrir los estragos de la crisis. ¿Por qué va a funcionar aquí cuando el propio presidente del Gobierno habla de las abisales diferencias ideológicas entre el PSOE y el PP?

España no necesita unos nuevos Pactos de la Moncloa, sino un Gobierno capaz de tomar las medidas necesarias para salir de la crisis y sentar las bases del crecimiento. Éste es el camino emprendido por el resto de los países desarrollados en ninguno de los cuales se ha abordado la recesión con gabinetes de unidad nacional o fórmulas similares. Incluso el intento de reeditar la fórmula de los acuerdos de la Moncloa no puede ser impulsada por el Gabinete presidido por el Sr. Rodríguez Zapatero, cuya falta de credibilidad y de ideas le incapacita para transitar por esa senda. Su actuación y posición es idéntica a la de los gabinetes del laborismo terminal y probablemente corra la misma suerte. El Ejecutivo socialista es el responsable de la dramática situación económica española. Por eso quiere prolongar su agonía animando, con ayudas externas o no, a otros a compartirla y estigmatizándoles como anti-patria si no sucumben a su letal invitación.

Lorenzo B. de Quirós, miembro del Consejo Editorial de elEconomista.

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