Hace dos semanas me mostré relativamente optimista. Qué ingenuidad. Todo lo que podía haberse hecho mal, se ha hecho peor. Discutía yo con unos expertos colegas sobre la importancia del Programa de Estabilidad a presentar en Bruselas y me insistían en que nunca había servido para nada. Confiaba yo en que esta vez fuera distinto. Y lo ha sido. Pero no como yo esperaba, desgraciadamente, sino para acabar con cualquier esperanza reformista de este gobierno. Durante la semana pasada, entre Zapatero y Salgado se han cargado a un nuevo equipo económico. Y lo siento por ellos, porque son buenos profesionales. Y por lo que pueda venir.
Los mercados financieros, lejos de calmarse, continúan apostando porque los países del sur del euro tienen un grave problema de endeudamiento y de falta de competitividad. Se han pronunciado otra vez las palabras malditas: tienen que caer los salarios reales y liquidar entidades financieras. Se subrayan las similitudes y no las diferencias con Grecia. El ritmo del deterioro de las cuentas públicas es mayor en España, quince puntos del PIB en dos años y con escasísimo éxito, pues la caída de actividad ha sido casi de cinco puntos. Lo escribí hace un mes y me cayó de todo. Hoy lo dice Almunia y le cae encima Salgado. Pero está en el centro de todas las conversaciones. España ha pasado a ser el problema de Europa, por tamaño y por lo que significa de historia de éxito asociada indisolublemente al euro. En España se juega el futuro de la Unión Monetaria, tienen razón los gurús habituales. El Gobierno parece pensar que eso le da un margen adicional de maniobra frente a Bruselas, que le permite retractarse de sus promesas y exigir comprensión con los problemas políticos internos. La realidad es exactamente la contraria. La Comisión, digámoslo directamente los alemanes y franceses, no se pueden permitir pasarnos ni una. No se lo perdonarían los mercados financieros, ni sus propios contribuyentes.
Si el Gobierno tuviera idea de lo que está en juego, que es mucho más que su supervivencia electoral, estaría estudiando en detalle el plan griego y las obligaciones adicionales que le ha impuesto la Unión. No es un documento muy difícil. Es lo más parecido a un programa tradicional de ajuste del FMI con tipo de cambio fijo. He tenido la oportunidad de participar en el diseño y negociación de alguno de ellos. Las reglas son pocas pero claras: reducciones duras de gasto público incluyendo disminuciones significativas del número de funcionarios, simplificación del papel del Estado en la economía eliminando trabas innecesarias, congelación de inversión pública a lo estrictamente necesario para el mantenimiento de la capacidad productiva, desconfianza radical hacia la mejora de la eficiencia tributaria como vía para cerrar el déficit, una política de rentas que asegure la congelación de los salarios reales y las famosas reformas estructurales. El Plan presentado a Bruselas descansa en supuestos optimistas de crecimiento y tipos de interés, mantiene el gasto público en el nivel del 2008, el 41 por ciento del PIB, y confía en la recuperación pasiva de los ingresos, no restablece mecanismo alguno de disciplina fiscal por parte de la Administración Central, no contenía ninguna reforma estructural más que la del sistema de pensiones y se ha retirado. No va a funcionar. Pero además el Gobierno ha enseñado sus debilidades. Un escenario ideal para los especuladores.
Fernando Fernández, profesor del IE.