España es uno de los países del entorno europeo que más penaliza fiscalmente la actividad empresarial. El tipo integrado que aplica sobre las ganancias corporativas, es decir, incluyendo los dividendos, llega al 44,5%, 4,5 puntos por encima de la media de los estados europeos de la OCDE.
Un nivel equiparable al de los países nórdicos, pese a las obvias diferencias en fortaleza económica, renta per cápita y eficiencia del gasto público. Esta imposición acumulada sobre los beneficios de las compañías y los de los accionistas se aplica en la mayoría de naciones de la OCDE, pero se reparte de forma diferente según cada una de ellas. Y el Gobierno español aprovecha su formulación para disimular el exceso impositivo al que somete a las empresas, llegando incluso a presumir de que la presión tributaria en nuestro país está en línea con la de nuestros vecinos. Un argumento que está aprovechando para justificar subidas adicionales en el Impuesto sobre Sociedades, incluso al margen de los acuerdos negociados en la Unión Europea para fijar un tipo mínimo común para las multinacionales. Queda en evidencia que el Gobierno ha construido toda su retórica fiscal alrededor de un concepto de redistribución de los esfuerzos que no resiste un análisis serio.
La suma de los impuestos a beneficios y dividendos sitúa a España por encima de la UE, al nivel de los países nórdicos
Y lo peor es que sus recetas impositivas, tanto las puestas en marcha como las que prevé aplicar en su, de momento, postergada reforma tributaria, no solo amenazan a la competitividad de las empresas respecto a la de otros países: también hunden la capacidad de España para atraer las inversiones productivas que tanto necesita. Esta injusta persecución a la actividad empresarial tiene por ello un elevado coste en la recuperación de la economía y el empleo.