La economía española comienza un trimestre que ya se da por perdido en términos de crecimiento. Las razones son claras: la combinación del impacto de la variante ómicron del coronavirus y de una inflación que, frente a lo pronosticado hace meses, ni es coyuntural ni se limita a los precios de la energía.
De hecho, seguirá lastrando el poder adquisitivo y el consumo de los hogares durante todo 2022. Pero el decepcionante desempeño de la economía española, y la desconfianza de los analistas, no es achacable únicamente a estas dos variables. A fin de cuentas, también han golpeado al resto de las economías de Europa y el mundo. La diferencia es que España acumulaba ya demasiadas incertidumbres. Lo demostró la contundente revisión de los datos de PIB en el segundo trimestre y el goteo incesante de rebajas de previsiones de organismos nacionales e internacionales. El empleo mejora, sí, pero sin aportar apenas al crecimiento económico. En gran parte, se debe al desplome sin precedentes de la productividad, que empieza el año muy por debajo de los niveles prepandemia. Y es que, aunque aumentan los trabajadores, lo hacen concentrándose en los servicios, especialmente la hostelería y el turismo, y en el sector público. Que es lo mismo que hablar de gasto público. Esto hace a la economía especialmente vulnerable tanto a la evolución del coronavirus como a cualquier cambio en la estrategia de Bruselas y el BCE, presionadas por las decisiones de la Fed estadounidense. Que, en este contexto, el Gobierno opte por la errónea estrategia de seguir subiendo impuestos y costes laborales, solo añade más condiciones para crear una tormenta perfecta que paralice la recuperación.