
La vicepresidenta Teresa Ribera y el ministro de Presidencia Félix Bolaños lanzan un inquietante mensaje al abrir la puerta a no renovar las concesiones de las centrales hidroeléctricas, para que las licencias queden en manos públicas.
Esta medida no sólo es irrealizable en el corto plazo, ya que los permisos empezarán a caducar a partir de 2030, sino contraproducente. Un suministrador eléctrico de esta índole no ofrece solución a los factores que encarecen el coste final de la electricidad (como, entre otros, los altos impuestos); al contrario, la experiencia muestra que las ineficiencias características de las empresas públicas elevarían el precio.
El recurso a subvenciones tampoco sirve, ya que crearía un conflicto con la UE. Todas estas objeciones, sin embargo, no restan gravedad al mensaje de Moncloa. Lo preocupante estriba en la nociva señal que el Gobierno transmite. Poco importa que su afán intervencionista no afecte a las centrales hidráulicas ahora operativas, ya que podría impulsar nuevas explotaciones o ganar presencia en ámbitos donde ya cuenta con elevado peso, como la distribución eléctrica. Mucho más importante es el hecho de que el Ejecutivo abre la puerta a cambiar unilateralmente las reglas de juego para responder a las circunstancias que juzga adversas desde el punto de vista electoral.
Son esos intereses puramente defensivos, ante las presiones de Podemos y la pérdida de popularidad en las encuestas, los que subyacen en el apoyo a un futura eléctrica pública. Con una medida propia del siglo XIX como ésta, el Gobierno evidencia que el respeto al principio de una economía libre y de mercado no es una de sus opciones, lo que supone un grave daño a la credibilidad de España en los mercados.