La implantación de una renta mínima vital da su primer paso en España con la aprobación de una ayuda puente en el entorno de los 500 euros mensuales, limitada a tres meses. No es éste el objetivo último del vicepresidente Iglesias, quien lidera la presión en el Gobierno para que esta medida prospere.
Su afán es una renta mínima indefinida, de mayor cuantía (hasta 1.000 euros) y que alcance a cerca de 10 millones de personas. Si no la impuso ya, se debe a la imposibilidad de abordar, de forma inminente, los graves problemas que esta decisión suscita.
Su elevado gasto creó inquietud en el Ejecutivo mismo, incluso en el ministro Escrivá, pese a que hizo su propia propuesta de renta mínima cuando dirigía la AIReF. Pero más grave es el conflicto entre Administraciones con que amenaza. Será necesaria una invasión de competencias autonómicas más flagrante que la acometida con la privación de fondos para políticas de empleo que han sufrido estos territorios. Ahora se requerirá también que supriman las ayudas para personas en riesgo de exclusión que casi todos ellos tienen en marcha. Se plantearán también, de nuevo, los problemas de impulsar medidas sin contar con el consenso de los actores afectados (CEOE se niega a reunirse con Trabajo, tras haber sido ninguneada). Y, lo que es aún más grave, aboca al reto de hacer frente a un desembolso público extra de 3.500 millones mientras la deuda rebasará el 100% del PIB y el déficit se acercará al 10%.
Solamente los intereses políticos de Pablo Iglesias salen beneficiados con la implantación de la ayuda mínima vital
Y todo ello sin que esta renta contribuya en lo más mínimo al reciclaje y cualificación de los millones de personas que no recuperarán su antiguo trabajo tras la crisis. A todo ello, Iglesias antepone los réditos electorales que busca extraer de su política de subvenciones masivas e insostenibles.