
El Banco Central Europeo (BCE) está muy lejos. Su cuartel general se encuentra en Fráncfort, una ciudad situada a miles de kilómetros de España. Por si fuera poco, su presidente es un francés, Jean-Claude Trichet, que casi siempre habla en inglés. Typical spanish, vamos. Esta realidad alimenta una sensación de distanciamiento que en muchas ocasiones impide apreciar en su verdadera dimensión el profundo cambio que ha sufrido la vida de los españoles desde el nacimiento del BCE y la puesta en circulación del euro.
Ningún otro acontecimiento económico o financiero reciente rivaliza con ellos a la hora de haber alterado nuestra existencia. ¿Exagerado? Los hechos demuestran que no.
En los diez últimos años, nos hemos visto obligados a modificar nuestros hábitos de consumo, nuestras referencias económicas y hasta nuestro vocabulario. No en vano, con la entrada en la Unión Económica y Monetaria (UEM), España cedió buena parte de su soberanía financiera en favor del proyecto europeo, lo que equivale a decir que las reglas del juego cambiaron. Y nosotros, como jugadores, nos hemos tenido que adaptar a ellas.
Consecuencias formales
Las consecuencias más relevantes han estado vinculadas a los tipos de interés y la divisa. O dicho técnicamente, a la política monetaria y cambiaria, respectivamente. "¿Qué tiene eso que ver conmigo?", se puede pensar. Pues más de lo que parece, la verdad.
Hasta el 31 de diciembre de 1998, el precio del dinero lo establecía el Banco de España. Al día siguiente, esa función pasó a manos del BCE. Es decir, de una jornada para otra, el manejo de los tipos de interés oficiales, que son los que sirven de referencia para los productos bancarios, pasó de hacerse en Madrid y para un único país, España, a dirigirse desde la ciudad alemana de Fráncfort y para varios países -entonces, 11; hoy, 15-.
Con ello, España ya no tiene en su poder la palanca de los tipos de interés. Ésta se activa a escala europea para resolver problemas del conjunto de la región. Y eso implica que debemos poner en marcha otras políticas económicas para frenar la inflación o reactivar el crecimiento.
Así pues, desde 1999 cada vez que usted haya ido a una oficina bancaria para pedir un préstamo o analizar los productos de ahorro, la persona que le haya atendido habrá tenido como referencia, aunque sea veladamente, lo que decide en sus reuniones la entidad presidida por Trichet.
Los préstamos
Si, como ha sido habitual en los diez últimos años, su visita a una entidad ha tenido que ver con un préstamo hipotecario, el cambio ha sido aún más notable. ¿Por qué? Porque hasta 1999 la principal referencia de las hipotecas a tipo variable en España era el mibor a 12 meses, es decir, un índice que se establecía en Madrid. Pero desde 2000 esa referencia también adoptó un acento europeo: fue sustituida por el euribor a 12 meses.
Si el anterior se calculaba a partir de los intereses que se cobraban los bancos por el dinero que se prestaban en el mercado interbancario de la capital española, el nuevo indicador seguía el mismo procedimiento, pero por los préstamos interbancarios de la zona euro. Desde entonces, el euribor se ha convertido en uno de los términos financieros más familiares para los hogares.
Una vez contratada, la hipoteca debe ser pagada. Y en ese momento la nueva situación también ha dejado su impronta. ¿Cómo? Muy sencillo. Los españoles ya no pagamos nada en pesetas. Desde 2002 lo hacemos en euros, la moneda común europea que relevó a la rubia, algo que ha constituido un cambio en toda regla. Una de las tres funciones del dinero es que actúe como medio de pago, es decir, que sirva como instrumento con el que comprar y vender productos y servicios.
Desde hace seis años, esa cualidad pasó de la peseta al euro. ¿Y las otras dos funciones? En ese sentido, aunque la moneda única también las atesora, porque es unidad de cuenta y depósito de valor, los españoles somos muy nuestros. Aunque todo venga ya en euros, aún es habitual que hagamos el cálculo mental en pesetas para contar y saber el valor de lo que tenemos.
Además, la transición de la peseta al euro restó otra potestad al Banco de España. Ya no decide cuántos billetes y monedas se pueden imprimir y acuñar, una prerrogativa ha pasado en exclusiva al BCE. Pero hay más. Una de las maniobras con la que nuestro país respondía a la debilidad económica o a los desajustes comerciales consistía en devaluar la peseta. También hemos perdido esta alternativa, puesto que no podemos manejar el valor del euro a nuestro antojo tal como hacíamos con la divisa española.
Consecuencias informales
Por tanto, el BCE y el euro han tenido repercusiones más que evidentes en nuestra vida cotidiana. Incluso fomentaron una tradición tan española como la picaresca. Ésta emergió al poco de nacer el euro y adquirió una forma muy concreta, el redondeo, cuya manifestación residió en que muchos de los productos que valían veinte duros pasaron a costar... un euro. Al fin y al cabo, ambos precios se podían pagar con una moneda. Esto hacía que el impacto psicológico fuera menor. Sólo había que entregar una moneda... pero la primera valía 100 pesetas y la segunda... 166,386 pesetas. El euro es lo que tuvo.