
A partir de ahora y hasta el 5 de noviembre, abundarán los análisis sobre las consecuencias de los resultados de las elecciones presidenciales de Estados Unidos. Aunque numerosas variables oscilarán en función de quien sea el ganador de las elecciones, Trump o Biden (si es que finalmente es él el candidato demócrata), hay elementos que son casi una certeza sea quien sea el nuevo presidente de los Estados Unidos.
Para poner la situación en contexto, la Oficina de Presupuestos del Congreso estadounidense (CBO: Congressional Budget Office) espera que el déficit presupuestario estadounidense en los próximos diez años se acercará al 6%, o incluso lo superará. Este cálculo considera que en la próxima década no habrá ningún año de recesión que, de producirse, aumentaría la cifra del desequilibrio fiscal. El déficit previsto de este año 2024 es del 6,3%.
La deuda pública estadounidense ya alcanza los 35 billones de dólares (trillones americanos). La CBO espera un déficit adicional de al menos otros 22 billones de dólares en la próxima década. Solo este año 2024, el Tesoro estadounidense tiene que refinanciar 6 billones de dólares de deuda que vence, adicionales a la financiación del déficit de 1,9 billones.
Una de las razones de por qué la economía estadounidense parece tan sólida, a pesar de la fuerte subida de tipos de interés desde el 0% al 5,25%, es la cantidad de liquidez inyectada a través del ingente gasto público. En la lucha contra la inflación la Reserva Federal sorbe, subiendo tipos de interés, y el gobierno federal sopla, manteniendo muy elevados déficits públicos.
A pesar de las mejoras en el nivel de la inflación, desde niveles superiores al 10% a niveles del 3% de junio pasado, los factores que produjeron el alza de la inflación siguen latentes. Entre ellos: los altos déficits públicos, los aranceles y las limitaciones al comercio, la necesidad de un fuerte gasto militar a nivel global, y las inversiones requeridas para la ansiada transición energética.
Los déficits públicos se generan por un exceso de los gastos sobre los ingresos públicos. Los déficits implican la inyección de liquidez en el sistema que presionan la inflación al alza.
La intensificación de la guerra comercial a la que estamos asistiendo, con implantación de fuertes aranceles, es inevitablemente inflacionista. Los productos importados, antes más económicos, ya no están disponibles para los consumidores a dichos precios. El consumidor es el que acaba pagando el incremento de precio provocado por los aranceles.
La necesidad de un mayor gasto en defensa a nivel global es un consenso generalizado. Dedicar más recursos al sector de defensa implica desplazarlo desde otras opciones más productivas. Adicionalmente, requiere un aumento considerable del gasto público que, de nuevo, tiene que ser financiado.
Las inversiones requeridas para hacer frente a los compromisos internacionales de transición energética son astronómicas. Se estiman en 18 billones de dólares hasta 2030 a nivel global. Otro factor inflacionista.
En este escenario la Reserva Federal tendrá que priorizar entre luchar contra la inflación o primar la estabilidad financiera y la financiación del gasto público. Claramente se inclinará por la segunda opción, aunque esto a su vez genere más inflación.
Gane quien gane las elecciones en Estados Unidos, algunas cosas parecen inevitables. Entre ellas, la dinámica de deuda estadounidense y la necesidad de la Reserva Federal de evitar fuertes subidas de los tipos de interés de los bonos del Tesoro ante la avalancha de emisiones en los próximos años. Para ello, tendrá que intervenir comprando directamente o financiando a la banca para que lo haga. Solo es cuestión de tiempo.