
En 1998, una pequeña empresa petrolera del norte de Dallas, Mitchell Energy, tras años de fracasos, descubrió una nueva manera de extraer gas. Había nacido el llamado shale gas (gas pizarra) y el shale oil (2007), descubrimiento que cambio los mercados energéticos mundiales. Estados Unidos dejó de ser un importador neto de petróleo y gas, a ser el mayor productor del mundo, por delante de Rusia y Arabia Saudita, pasando a ser prácticamente autosuficiente. Con esa nueva fuente de energía evitaba que su dependencia energética pudiera ser utilizada como un arma política, como ocurrió en los años setenta con la crisis del petróleo. En Europa, por el contrario, se prohibió la exploración y explotación del shale gas por motivos medioambientales.
Veinticinco años después, la relación entre economía y seguridad se ha hecho más patente que nunca con la crisis originada por el Covid-19 y la invasión de Ucrania, en un mundo totalmente globalizado e interconectado.
A partir de los años 90, la economía productiva en Occidente fue reemplazada por un tipo de desarrollo en el que primaba las finanzas y la liberalización, apoyando el libre comercio. La entrada de China en el comercio mundial con sus menores costes produjo que las plantas de producción de sectores estratégicos se desplazaran a este país. Europa y Estados Unidos perdían capacidad industrial y sobre todo capacidad de innovación. La pandemia puso de manifiesto la debilidad de este modelo y la fragilidad de las economías occidentales, dependientes de cadenas de suministro que estaban a miles de kilómetros de distancia. La invasión de Ucrania por parte de Rusia subrayó los riesgos de la sobredependencia energética europea. Junto a esta realidad, se unían los riesgos del cambio climático y la necesidad de un crecimiento económico sostenible, más participativo que genere empleo de calidad y reduzca el creciente populismo.
Estados Unidos ha reaccionado de forma muy rápida a estos desafíos, con un importante paquete de legislación y ayudas en los sectores de tecnología, innovación, infraestructuras, semiconductores, energías limpias y relocalización industrial en su país. Una política industrial de inversión pública no vista desde los años cincuenta del pasado siglo, que busca recuperar la capacidad de producción propia y el crecimiento a largo plazo. Un programa que tiene también como objetivo frenar el dominio tecnológico de China en los sectores estratégicos en el siglo XXI y en las cadenas de suministros. Un plan basado en subsidios directos, ventajas fiscales y préstamos blandos del gobierno a las inversiones en determinados sectores considerados estratégicos. Se calcula que se pueden llegar a movilizar 3.500 billones de inversión en los próximos diez años, según el cálculo de la Administración Biden. Curiosamente no difiere mucho de lo hecho en China en los últimos treinta años, apoyo estatal a sectores considerados claves.
Este paquete de ayudas supone una importante generación de empleo y una inyección mayúscula de liquidez en la economía. Los beneficiarios de este plan son los trabajadores americanos y muchas empresas no norteamericanas que están, redirigiendo sus inversiones a este país. Un informe de Naciones Unidas publicado en julio, cifra en 289 billones de dólares la inversión extranjera en Estados Unidos en 2022 frente a los 195 billones recibidos en toda la Unión Europea. Un beneficio intangible adicional en la próxima década es el impulso a la innovación en EEUU, que producirá una rebaja de costes de desarrollo de energías alternativas que hoy no están tan desarrolladas como en el caso del hidrógeno.
En este escenario, uno de los grandes perdedores puede ser Europa cuyas ayudas palidecen en comparación con las norteamericanas y que cuenta con unos procedimientos administrativos mucho más lentos en la aprobación de permisos y una creciente sobrerregulación. Un artículo del fondo de inversión M&G Investment cifra en 2.500 millones de dólares el valor actual neto de las ayudas que va a recibir la compañía de baterías noruega Freyr por la construcción de una fábrica de baterías de litio en Georgia, sobre una inversión total de 8.000 millones. Por el contrario, su planta Giga Artic situada en Noruega ha recibido una subvención de la Unión Europea de 100 millones de euros. La compañía turca Kontrolmatik Tecnologies acaba de aprobar la construcción de una fábrica en Carolina del Sur que contara con 1.000 millones de créditos fiscales. Volkswagen, el mayor fabricante de coches europeo ha decidido parar la construcción de una fábrica de baterías en Europa, al estimar en una cifra superior a los 9.000 millones las ayudas que puede recibir en EEUU. A nivel español, Iberdrola anunció que el 34% de sus inversiones de los tres próximos años tendrán lugar en el país norteamericano.
No solo las empresas europeas que cotizan en bolsa se están viendo favorecidas. La empresa vizcaína Ingeteam que cuenta con una factoría en Wisconsin, espera doblar sus ventas de generadores para el sector eólico y un fuerte crecimiento de su producción de cargadores para coches eléctricos. El grupo zaragozano Sesé, dispone de una fábrica de ensamblaje en el estado de Tennessee para el sector de coches eléctricos que se beneficiara de las fuertes subvenciones aprobadas para este tipo de vehículos.
Si la industria de alta tecnología emigra de Europa, esta seguirá perdiendo peso en el mundo y quedará como esa isla que mencionaba Josep Borrell hace unos meses. Un "parque temático" donde hay una gran calidad de vida, pero retrocediendo para las generaciones más jóvenes. Un lugar para la cultura y el turismo, pero que hace años que ha dejado de crecer. Si medimos la riqueza de un país en términos de su PIB por habitante, este se sitúa en 76.366 dólares en EEUU según datos del Banco mundial, frente a los 31.850 euros de media para la zona euro y 24.590 euros para España en 2022. Una enorme diferencia que prácticamente se ha duplicado desde la crisis de 2008.
En este contexto, España que cuenta con compañías punteras a nivel mundial en algunos sectores, corre el riesgo de quedarse como una economía del sol, turismo y playa. Un modelo económico más propio del siglo pasado, que no genera empleos de calidad y elevada retribución.
Frente a las subvenciones de dudosa rentabilidad, hace mucho tiempo que no se escucha hablar de política industrial en los programas de los partidos políticos. Mucho menos de política de coinversión publico privada adaptada a las necesidades y a la forma de crear riqueza del siglo XXI.