
La Comisión de Presupuestos del Congreso de los Diputados ha mostrado recientemente su preocupación por el incesante incremento de los litigios tributarios desvelando el dato de más de 300.000 casos sin resolver en los tribunales económico-administrativos. Esto significa que hay ingentes cantidades pendientes de cobro por el erario, que a su vez suponen una importante pérdida de tiempo y dinero para la Administración y los contribuyentes.
Resulta especialmente grave, además de ese número tan elevado de casos controvertidos, conocer que más del 40% de las reclamaciones son estimadas total o parcialmente como reconoce el propio Ministerio de Hacienda. Estamos pues ante un problema muy serio y que supone una degradación de nuestro sistema tributario.
Urge, por tanto, la adopción de medidas capaces de aliviar ese atasco de procedimientos, por otra parte, no exclusivo del campo tributario, sino mal endémico de todos los ámbitos jurisdiccionales en los que se imparte, o pretende impartir, Justicia en nuestro país. En tal sentido, sean bienvenidas las iniciativas encaminadas a la agilización de los expedientes en curso, si bien no olvidemos el dicho de que "No por correr se llega antes". Lo deseable es salir del atasco en el menor tiempo posible, pero sin que por el camino acaben pagando justos por pecadores o nos termine costando más el collar que el perro.
El encuentro del equilibrio entre la duración de los procedimientos y su resultado en términos económicos, loable objetivo cuando se trata de asuntos de dinero, no debería perder de vista que la eficacia y, por qué no decirlo, también la justicia del sistema tributario, pasa por dar una vuelta a los factores que pueden reducir la litigiosidad fiscal atacando el problema de raíz.
Los impuestos son muchos y excesivamente complejos. La Administración pública, en sus diferentes ámbitos, despliega una batería de figuras tributarias puestas a su alcance por un legislador compulsivo, que deja a los contribuyentes en un mar en el que, en ocasiones, pueden llegar a no dudar en sumergirse. Constituye, en primer lugar, una cuestión de firme voluntad política abordar la tarea de rediseñar el sistema tributario dotando a los impuestos de racionalidad y equidad, para que cumplan el objetivo de redistribuir la riqueza, propiciando la contribución de todos, en función de nuestra capacidad económica, a sufragar aquellos servicios donde la iniciativa privada no llega y son necesarios si queremos convivir en una sociedad justa.
Pero esa voluntad política necesita estar acompañada de la cualificación técnica capaz de conseguir que los distintos tributos funcionen correctamente, así como incluir en las leyes los elementos necesarios a tal fin.
Para que lo anterior no resulte un ensayo teórico, vamos a apuntar un par de asuntos de plena actualidad, cuya correcta digestión podría ir encaminada en ese sentido. Primero, nos detendremos en la implantación del Impuesto sobre bebidas azucaradas envasadas, aprobado por el Parlamento de Cataluña dentro de la Ley 5/2017, de 28 de marzo.
Dejando al margen la discusión sobre la conveniencia o no de que las autonomías tengan capacidad tributaria, es de significar la evidencia de lo que es un ejercicio de mala técnica legislativa y falta de capacidad para la correcta implantación de un tributo. Baste decir que el Impost sobre begudes ensucrades envasades (IBEE), con entrada en vigor prevista en la citada Ley 5/2017 para el 1 de abril, fue aplazado por Decreto Ley 2/2017, de 4 de abril, hasta el día 1 de mayo, lo cual no dejaría de ser una anécdota si finalizado dicho mes no estuviera pendiente de publicación el Decreto, conteniendo el desarrollo reglamentario que resulta imprescindible dada la configuración del tributo.
La Generalitat de Catalunya decidió implantar en su territorio un tributo que, a nivel estatal, el Ministerio de Hacienda decidió no incluir entre las medidas adoptadas en el ámbito tributario dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y otras medidas urgentes en materia social en el Real Decreto-Ley 3/2016, de 2 de diciembre, a la vista de la favorable evolución de la recaudación fiscal que ya se apreciaba en aquellas fechas. Como hemos dicho, no vamos a cuestionar la capacidad tributaria de la autonomía de Cataluña, que ha decidido gravar en su territorio el comercio de bebidas que superen un determinado nivel de azúcar, pero sí criticamos el hecho de que el IBEE ofrezca evidentes problemas de implantación debido a la inclusión de conceptos y términos engarzados de forma que genera confusión.
La norma contempla como hecho imponible, objeto del gravamen (a razón de 8 ó 12 céntimos de euro por litro de bebida según contenga entre 5 y 8 gramos, o más de 8, por 100 mililitros), la adquisición de las bebidas envasadas por el contribuyente, por razón de los efectos que el consumo de estas bebidas produce en la población. El problema viene cuando se establece que el contribuyente puede, o no, ser el sujeto pasivo del impuesto, dado que se contempla también la figura del sustituto del contribuyente, en referencia al distribuidor residente en territorio español que suministra las bebidas al establecimiento que las pone a disposición del consumidor. Todas estas figuras y el papel que les corresponde en relación con el impuesto en cuanto a la "obligación tributaria principal" y las "obligaciones inherentes a la misma", las cuales la Ley remite al reglamento, resultan de gran complejidad práctica y han creado grandes incertidumbres a las empresas del sector, por lo que resulta poco edificante la tardanza en la publicación del Decreto reglamentario.
Veremos cuándo y cómo queda la cosa en el momento que dicha norma vea la luz. Pero no podemos menos que afirmar que la situación se compadece bien poco con la seguridad jurídica que requiere un sistema tributario que aspire a reducir su tasa de litigiosidad.
Pablo Picazo es economista, abogado y socio de Auren Abogados y Asesores Fiscales.