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BOE 22 de septiembre de 2015: ya nada será igual

Foto: Archivo

En la vida de cada uno de nosotros, hay una serie de hitos que marcan un antes y un después: el final de una etapa y el inicio de otra que, con sus inherentes condicionantes, nos van construyendo (o, en su caso, deconstruyendo), de modo tal que, aun siendo la misma persona, nuestra existencia ya será siempre distinta. Pensemos, así, en el final de la etapa escolar, de la universitaria, el primer trabajo, la llegada de nuestros hijos.

En la historia de un país también hay puntos de inflexión que marcan la existencia colectiva. Y el universo tributario no es una excepción: la reforma de Fernández Villaverde (en los albores del siglo XX), la de Fernández Ordóñez (a la par que la transición política), el más reciente estatuto del contribuyente o, ahora, la reforma de la Ley General Tributaria (LGT) publicada en el BOE el pasado 22/9.

Veamos, la LGT es la norma básica que, por debajo de la Constitución (CE; siempre de obligado respeto), rige las siempre complejas relaciones entre las Administraciones tributarias (estatal, autonómicas y locales) y los ciudadanos -que no súbditos- en su condición de contribuyentes. Obvio es que la relación jurídico-tributaria se caracteriza por una manifiesta desigualdad entre las partes: por un lado, la Administración que, dotada de poderes exorbitantes, debe obtener los ingresos necesarios para atender los intereses generales; por otro, la ciudadanía, constitucionalmente obligada a sufragar los gastos públicos "mediante un sistema (¡?) tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad" (artículo 31.1 CE), pero, a la vez, titular de derechos, algunos de ellos fundamentales.

Pues bien, lo cierto es que la reforma que ahora se acaba de alumbrar viene a consagrar una tendencia, una corriente, que apuesta por un sensible reforzamiento de los poderes públicos y la correlativa pérdida de los derechos individuales. Y es que, aunque el texto publicado en el BOE el pasado 22/9 retoca muchos aspectos, todo él rezuma la sensación de que el contribuyente ha perdido cierto estatus de ciudadano, aproximándose más al de súbdito. Lo grave del caso es que antes de llegar al BOE, la pretensión del Ejecutivo ha pasado por los filtros del CGPJ, Consejo de Estado y su propia tramitación parlamentaria, siendo así que es más que llamativo que muchas de las controvertidas previsiones ya contenidas en el primigenio Anteproyecto se hayan consagrado en el texto final sin haber levantado demasiada polvareda (tal pareciera que estuviéramos ante una reedición de la legislación motorizada a la que se refería Carl Schmitt).

Sería largo y hasta tedioso relatar aquí todos y cada uno de los aspectos del nuevo texto merecedores de atención, por lo que me limitaré a citar unos pocos pero muy significativos: la facultad de sancionar conductas en fraude de ley, la imposibilidad de fraccionar/aplazar el reintegro de deudas tributarias calificadas como ayudas de Estado, la cuadriplicación del plazo de duración de las medidas cautelares, la sensible ampliación temporal de las actuaciones inspectoras, la posibilidad indirecta de que los órganos de gestión tributaria comprueben la contabilidad empresarial, la factible imposición de costas en la vía económico-administrativa, la divulgación del listado de morosos (genuina sanción que no se tramita como tal) o el muy sensible cambio en el ámbito de la prescripción.

Centrémonos en este último aspecto, el de la prescripción, pues presenta varias aristas acreedoras de toda la atención. La primera y quizá más llamativa: se consagra la imprescriptibilidad de la facultad de la Administración para comprobar ejercicios prescritos cuando de ellos se deriven efectos sobre la deuda tributaria devengada en ejercicios no prescritos; así, tal cual. Además, se amplía a diez años el plazo con el que cuenta la Administración para comprobar bases o cuotas objeto de compensación y, por si eso fuera poco, la interrupción de la prescripción de un tributo producirá -por contagio- la de aquellas otras obligaciones tributarias conectadas con esa originaria. Es decir, se abre la puerta a la imprescriptibilidad sine die de aquellas obligaciones que mantengan un vínculo con la que esté siendo objeto de comprobación e investigación y, para más inri, si el contribuyente impugna esa regularización administrativa, durante los ejercicios intermedios (hasta que se resuelva el pleito) está obligado -sí o sí- a someterse al criterio aplicado por la Administración en aquella y ello -¡ojo al dato!- aunque se logre la suspensión cautelar de aquella actuación administrativa primigenia (es decir, prima -ya por imperativo legal- la presunción de legalidad del acto administrativo sobre el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva del que la suspensión cautelar es una obvia manifestación). ¿Alguien da más?

Y todo ello aderezado con un más que complejo calendario de entrada en vigor lo que, con toda probabilidad, añadirá aún más dificultades en el tránsito de unas reglas de juego a otras.

La Exposición de Motivos de esta reforma abandera la seguridad jurídica como uno de sus principales objetivos. Asumiendo que la seguridad jurídica es un ingrediente del todo necesario para lograr la paz social (la convivencia armónica entre todos), tal pareciera que lo que aquí se nos estuviera ofreciendo fuera esa siempre temida paz de los cementerios. Y si no, al tiempo.

Por Javier Gómez Taboada, socio de MAIO y miembro de la Aedaf

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