Uno de los errores más extendidos en las sociedades occidentales es intentar juzgar lo que sucede en el mundo bajo sus propios estándares. Cualquier progreso en libertades en Oriente Medio se ve con recelo porque no viene de un régimen democrático. Cualquier reforma constitucional en Latinoamérica se ve con temor porque permite a sus líderes concatenar reelecciones. Cualquier demostración de fuerza militar se ve como una amenaza a las libertades que ellos mismos dicen encarnar.
A lo largo de las décadas, la lista de 'enemigos' más o menos declarados de ese mundo occidental que juzga al resto de países ha ido cambiando más bien poco. Los hay declarados entre los árabes, los hay latentes en Asia y los hay eternos en Rusia.
El que es desde hace muchas décadas el vecino más incómodo de la región celebraba esta semana unas elecciones presidenciales más que previsibles. Por cuarta vez Vladimir Putin se alzaba con la victoria, y lo hacía con una mayoría aplastante y tras haber desafiado a occidente de todas las maneras posibles: encarcelando y asesinando a opositores y críticos, reformando la Constitución para poder seguir en el cargo y paseando su poderío militar en un frente tan sensible como el de la guerra de Siria.
Como parte del error clásico de occidente, muchos por estos lares se rasgan las vestiduras con semejante exhibición de poder. De hecho, se minimiza la victoria de Putin arguyendo precisamente que las elecciones han sido hechas a su medida. Es cierto que es más fácil ganar cuando se cohíbe a la oposición, cuando se controlan los aparatos del Estado y cuando se dispone de potentes aparatos propagandísticos. Pero además de en todo eso, la victoria de Putin se sustenta en dos grandes pilares políticos.
El enemigo interno
Putin llegó al poder heredando una Federación Rusa deshilachada. Todavía sin reponerse del proceso de demolición de la URSS, sus antecesores -Mihail Gorbachov y Boris Yeltsin- habían resultado ser 'blandos' enterradores de días de gloria para sus compatriotas. Con una inflación galopante, carencias infraestructurales críticas y una administración estatal inabarcable, Rusia parecía un gigante con pies de barro besando el suelo.
El hecho de que Putin sea un exespía de la Inteligencia rusa no es sólo un cliché más. Fue la palanca sobre la que edificar una imagen de fortaleza que le diferenciaba de quienes le precedieron. Si uno era un estratega blando y permisivo, y el otro un amigo de occidente con serios problemas con el alcohol, él se mostraría al mundo como algo distinto: un hombre fuerte, en perfecto estado de forma, sin muestra alguna de debilidad ni en lo físico ni en lo formal. El perfecto hombre duro como estrategia de imagen.
Muchas de las políticas de Putin, incomprendidas y criticadas en occidente, son en realidad respuestas a las demandas sociales rusas. La falta de libertad de expresión, la persecución a los homosexuales, el furibundo combate contra los independentistas o la persecución militar contra el terrorismo no hacen sino fortalecer esa imagen de un líder implacable que, con el paso de los años, ha hecho reverdecer ciertas nostalgias patrióticas.
Así las cosas, cada vez que hay una muerte de un crítico en circunstancias misteriosas, o cada vez que un vídeo de una paliza a un homosexual recorre el mundo, Putin gana votos. Existe en la cultura atávica de toda sociedad un monstruo durmiente, que en el caso de la gran y decadente Rusia emergió para devorar sus propios problemas.
El enemigo externo
La forma de completar ese relato de fortaleza pasa por imponer respeto también fuera. Con cierto peso estratégico garantizado gracias a los tratados del pasado, Rusia ha conseguido convertirse en el obstáculo internacional para casi todo.
Desde su derecho de veto permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, por ejemplo, ha sido la palanca de resistencia en conflictos tan delicados como los de Libia, Oriente Medio o, más recientemente, Siria. Si hay algún enemigo de occidente implicado, allá que va Rusia a ofrecer resistencia.
El atrevimiento ruso ha llegado hasta el punto de bombardear Georgia o invadir territorio soberano ucraniano sin que Europa mueva un músculo. O a inmiscuirse en la guerra de Siria hasta el punto de que la diplomacia estadounidense ha perdido la primacía de la acción en la zona. Y eso sin citar las supuestas injerencias de la Inteligencia rusa en las elecciones occidentales, empezando por las de EEUU.
¿Cómo se pasa de ser un gigante derribado a ejercer un poder como ese? En el caso de Europa, controlando la llave del gas: gran parte del continente, con Alemania a la cabeza, dependen de forma directa o indirecta del suministro ruso, que pasa directamente por suelo europeo. Rusia es, en ese sentido, un mal necesario que se debe consentir.
El caso norteamericano es algo más complejo. Por una parte, Rusia controla la expansión del yihadismo en los Urales. Por otra, sirve de contrapeso al gigante chino en la región. A cambio, sin embargo, tienen que tolerar muchas otras cosas desagadables: desde el enorme peso estratégico perdido en enclaves como Turquía o en conflictos como el de Arabia Saudí e Irán, hasta la posible solución futura al bloque de las dos coreas. Y eso sin citar a los bots rusos o al protegido Edward Snowden.
Así las cosas, Putin es inevitable. Es el compañero de viaje al que nadie soporta pero al que todos necesitan y temen en igual medida. Es una incógnita saber cuál es el poder real de Rusia en términos armamentísticos y bélicos, pero es verdad que las guerras actuales ya no se libran así. En el mundo moderno, la pelea por la influencia y el alcance lo es todo. Y esa contienda tiene en Putin a un vencedor con amplísima mayoría.