"Todo por el pueblo, pero sin el pueblo" es uno de esos eternos lemas políticos con significado evidente pero de autoría desconocida. Se usa en Historia para hablar del despotismo ilustrado, esa corriente durante la cual los monarcas europeos de finales del siglo XVIII enmascaraban su absolutismo en supuestas razones empíricas y un discurso paternalista hacia sus súbditos. Pero, a la vez, encaja a la perfección con el discurso actual de muchos políticos que encajan la palabra "ciudadano" o "pueblo" y aparecen como salvadores de los males infinitos que acechan por doquier.
Cayeron los regímenes absolutistas, llegó la revolución, las luchas obreras, el despertar de la democracia, las grandes guerras, el auge del fascismo, el fin del colonialismo... Y ahí sigue el lema, contemplando impasible el devenir de los siglos y manteniendo su vigencia en muchos atriles.
Mucho tiempo después otro fantasma recorre el mundo, y se manifiesta con distintas caras y un mismo cuerpo. En un mundo en el que conviven tensiones contrarias, como la globalización y el nacionalismo, el capitalismo y la economía social, lleva años cundiendo un discurso populista que cuaja de diversas maneras según las circunstancias propias de cada territorio.
El populismo estratégico
Hay un populismo planificado, medido, que responde en términos políticos a un control efectivo de una situación complicada. Es quizá la expresión más frecuente del problema, ya que surge como una respuesta de los mandatarios a una sociedad convulsa y difícil de controlar, que acaba viviendo una progresiva pérdida de derechos por un supuesto bien mayor.
El último ejemplo es Turquía, que ha pasado en pocos años de ser un aliado de la Unión Europea (cabe recordar aquella idea de la 'alianza de civilizaciones' que tanto acercó Ankara a Bruselas) a convertirse en un territorio donde las libertades civiles empiezan a desdibujarse.
La escalada de Erdogan, que recientemente ha promovido un cambio constitucional para atribuirse más poderes, no ha empezado ni mucho menos ahora. De hecho, se valió de varios factores para impulsarse, tanto en clave interna como en clave externa.
En lo interno Erdogan ha usado su lucha contra los kurdos con una mano, y su defensa contra la cúpula crítica del Ejército, que no toleraba que el país dejara de ser laico, a través de aquella supuesta intentona golpista bautizada como Ergenekon. En lo externo, se ha valido de tener frontera con Siria para asegurarse el favor europeo a cambio de la contención de inmigrantes, y de su condición de base militar destacada de los aliados -y EEUU- contra amenazas externas -como Rusia-.
En la práctica, y con el paso de los años, Erdogan ha ido ganándose enemigos dentro y fuera de su país: la forma en que respondió a las protestas sociales en Gezi, la fastuosidad de un lujoso palacio moldeado a su gusto o su progresivo giro hacia la islamización del país quedaron finalmente acallados cuando vivió un nuevo intento de golpe de Estado que en lugar de derrocarle acabó por reforzarle en el mando.
El populismo turco, en el que conviven aspectos sociales, militares y religiosos, es difícilmente comparable con el resto, sin embargo no es único en su especie. Más lenta fue la evolución del caso venezolano, donde también se ha dado el encarcelamiento de opositores y el aumento de denuncias por vulneraciones de derechos humanos. Sin embargo, y al menos hasta las últimas elecciones, la propia oposición ha acabado por reconocer sus derrotas en las urnas. Y eso es precisamente lo que diferencia una dictadura de un régimen populista: la sociedad, en muchos casos de forma mayoritaria, acepta que las cosas sean así.
Así, el régimen de Maduro vive a la sombra de una deriva similar a la turca en los resultados, aunque con causas muy distintas: la producción de petróleo y la red clientelar tejida con diversos países cercanos en lo ideológico en América Latina valieron al chavismo una posición de dominancia estratégica que, con el estallido final de su crisis económica, ha acabado por iniciar su declive. La decisión de declarar en rebeldía al Congreso entre acusaciones de golpe de Estado ha sido el último paso hasta el momento.
El extremo de este tipo de populismo correspondería a una dictadura aislacionista extrema, como es el caso de Corea del Norte. El argumento del enemigo exterior y la uniformidad social, con el culto al líder y la purga de la disidencia como expresiones, son la sublimación de un modelo casi extinto tras el fin de las dictaduras militares y comunistas. Un vestigio de la Guerra Fría en Asia que va mucho más allá de lo que Turquía o Venezuela puedan representar.
El populismo nacionalista
Un modelo de populismo que ha ido cundiendo en los últimos años es el nacionalista, que básicamente surge como una crítica contra el proceso de globalización. Sus expresiones son muy diversas y ramificadas, pero tienen puntos en común en discursos y estrategias.
El ejemplo más claro sería el auge euroescéptico que hizo que el brexit prosperara en Reino Unido, o el paulatino auge en las encuestas de movimientos ultras como el PVV de Geert Wilders en Holanda o el Frente Nacional de los Le Pen en Francia.
Ese modelo populista tampoco es nuevo, sino que reflota en forma de discurso modernizado: la tónica esencialista vinculada a un territorio, un idioma o unas peculiaridades, que pueden ir desde la vestimenta folclórica del desaparecido Jörg Haider en Austria hasta las pintas de cerveza del sonriente Nigel Farage en Reino Unido. Ese discurso nacionalista ha perdido el tinte obrero, religioso o militar que pudo tener décadas atrás, pero conserva el fondo racista y de exaltación al líder intacto.
Hay dos cuestiones que han ayudado a que ese tipo de populismo cunda, como son la crisis económica y la inmigración: a menos recursos y más demandantes, más cala el discurso contrario a 'lo externo' en masas desfavorecidas. Décadas atrás fue la masa obrera que padecía las sanciones de posguerra, igual que ahora son las clases medias y altas que han vivido con mayor dureza los rigores de la crisis.
Así, aunque por motivos diferentes, ese mensaje populista también ha calado en países del centro y el Este de Europa (Suiza o Hungría, por poner dos ejemplos) y en regiones periféricas expuestas (como Grecia, donde los dos extremos ideológicos han acabado por polarizar la política nacional durante los últimos años).
El populismo de la democracia decadente
Muy vinculado a este tipo de populismo aparece otro más, el que responde a la decadencia del modelo: cuando el ciudadano siente que las estructuras de poder se perpetúan, pero no les dan respuesta a sus necesidades. La reacción ha sido, en mayor o menor medida, votar contra el sistema, aunque eso suponga apoyar a opciones 'outsider'.
Es el caso por ejemplo de EEUU, donde Donald Trump fue elegido presidente -entre otros muchos factores- porque su rival era la viva encarnación del 'establishment'. El salto de un presidente negro y reformista como Obama al de un sucesor multimillonario y retrógrada no se debe tanto a un cambio social como a una protesta ciudadana contra el sistema.
Un análisis similar podría aplicarse de nuevo a lo sucedido en Reino Unido, o al progresivo auge de Le Pen en Francia, como también al M5S de Beppe Grillo y otros en una Italia que siempre ha tenido cierta pulsión por el modelo populista, con Silvio Berlusconi y la Liga Norte como máximos exponentes.
Y también, cómo no, al caso español, donde si bien el 'sistema' bipartidista no ha perdido su primacía, sí ha visto mermado su liderazgo con el surgimiento del movimiento 15M, las confluencias municipales y, en menor medida, Podemos.
El populismo, por tanto, no surge por un único motivo, sino que se amolda a las circunstancias y características de cada país. Lo que sí se da es un momento común de explosión del fenómeno en una suerte de estallido en un tablero de juego mundial donde ya llevan años activos otros activos como Vladimir Putin o el régimen comunista chino, hasta hace tanto máximos representantes de la corriente.
En cualquier caso, el populismo no es sólo cosa de líderes estridentes y heterodoxos. Hay un nuevo modelo de liderazgo político de formas mucho más cuidadas y mensajes mucho más digeribles a lo largo y ancho del espectro ideológico. Una nueva escuela de líderes generalmente jóvenes y telegénicos que empiezan a hacer que muchos se reconcilien con la política, aunque en muchas ocasiones sus discursos y poses parezcan más campañas de marketing estudiadas que argumentos políticos. En esa liga Barack Obama fue el maestro y parece que ahora Justin Trudeau y Emmanuel Macron son sus aprendices.