
El Banco Central Europeo se dirige, tímida pero inexorablemente, hacia la expansión cuantitativa. La amenaza de la deflación (y la ineficacia de las medidas previas) no le deja otra opción. La pregunta es si el BCE podrá moverse con la rapidez suficiente.
El BCE ya ha intentado relajar las condiciones crediticias con la compra de valores respaldados por activos de alta calidad. Ha adquirido títulos respaldados por flujos de caja de hipotecas del sector privado, llamados bonos garantizados, y ha contemplado la idea de comprar bonos corporativos y valores multilaterales emitidos por el Banco Europeo de Inversiones.
Pero está claro que eso no bastará. La oferta de valores del sector privado es limitada, reflejo de la predominancia de los préstamos bancarios en Europa y el sentimiento deprimido de los mercados de titulización. Aumentar la oferta de esos valores llevará un tiempo del que no disponen los políticos europeos.
Por todas esas razones, la mera compra de valores del sector privado no permitirá que el BCE cumpla con su compromiso de ampliar la hoja de balance en un billón de euros. Dada su incapacidad para ahuyentar el fantasma de la deflación, el presidente del BCE, Mario Draghi, tendrá que seguir esforzándose para conseguir el consenso (o mejor aún la unanimidad) en el Consejo de Gobierno del banco sobre las compras de bonos estatales.
Pero Draghi y sus colegas actuarán en pequeños pasos por el miedo en Alemania a que la expansión cuantitativa sea otro nombre para la inflación galopante. En un principio, el BCE adquirirá un volumen reducido de bonos de Estados y, cuando eso no logre producir el Armagedón económico, empezará a aumentar sus compras. Podemos esperar ver el primero de estos pequeños pasos en enero.
Esta clase de progresión no va a funcionar. Cuando el problema es la deflación, la expansión cuantitativa solo ayuda transformando las expectativas. Cuando las expectativas deflacionarias arraigan, como lo están en Europa, los consumidores e inversores aplazan el gasto basándose en que los precios y costes serán más bajos mañana. Esas expectativas se acaban cumpliendo porque menos gasto implica menos inflación y, en el peor de los casos, la caída de los precios.
Las expectativas deflacionarias pueden transformarse en inflacionarias (y fomentar el gasto) sólo con políticas de bombardeo sorpresa. Hacen falta medidas drásticas para convencer a los hogares y las empresas de que el futuro será distinto del pasado. El banco central necesita convencerles de que hará "lo que haga falta", como dijo Draghi en julio de 2012, para despertar a la economía de su letargo deflacionario.
Enfoques distintos
Es lo que el Banco de Japón, con su gobernador Haruhiko Kuroda, está intentando hacer pero el BCE parece incapaz, por su carácter, de adoptar el mismo enfoque por el miedo y el desprecio del norte de Europa a las medidas monetarias radicales.
A los detractores de la expansión cuantitativa les preocupa que pueda augurar la inflación (una postura peculiar, dado el actual parón de la economía europea) y que las compras de títulos siembren las semillas de otra burbuja y estallidos financieros. Esto último también es extraño porque los mercados financieros están sometidos a una regulación mucho más estricta que antes.
La objeción de mayor peso a la expansión cuantitativa defiende que aliviará las presiones de reformas de los Gobiernos europeos. Según este argumento de peligro moral, las autoridades forzarán unas reformas dolorosas del mercado laboral y de producto, y perseguirán la consolidación fiscal necesaria para ganarse la confianza de los inversores solo si continúan a punta de pistola. Si el BCE compra sus bonos, los Gobiernos podrán ignorar la presión del mercado.
En realidad, quienes defienden esa postura (que es el mayor obstáculo a una actuación radical del BCE) han invertido su análisis. En las condiciones actuales, con el tipo de inflación peligrosamente próximo a cero, los Gobiernos son reacios a hacer nada que pueda aumentar el riesgo de deflación. La reforma estructural y la consolidación fiscal son ambas deflacionarias a corto plazo.
La consolidación fiscal implica menos gasto público y menos gasto público retira parte de la presión al alza de los precios, lo último que necesita Europa en un entorno deflacionario.
Una reforma estructural que aumente la flexibilidad de los mercados de trabajo y producto es deflacionaria también. Mejorar la flexibilidad salarial con una tasa de desempleo superior al 11 por ciento permitirá que las empresas bajen los salarios y la reducción de los costes laborales les permitirá recortar los precios en un intento por ganar cuota de mercado. Una desregulación que intensifique el consumo producto/mercado conducirá también a unos precios más bajos (el resultado de la competencia).
En otras circunstancias, serían desenlaces positivos. Europa tiene mucho que ganar de la consolidación fiscal y la reforma estructural (pero a largo plazo, no a corto, donde el problema es la deflación). Y los Gobiernos europeos lo saben.
Resulta que lo mejor que puede hacer el BCE para animar la consolidación fiscal y la reforma estructural es ahuyentar el fantasma de la deflación. Solo una facilitación cuantitativa total lo puede hacer. Quienes se oponen a que tal audacia desaliente la consolidación fiscal y la reforma estructural deberían considerar las consecuencias de la deflación.