
La reforma estructural no soluciona el dilema del crecimiento a corto plazo.
Parece que la austeridad ya no está de moda en la eurozona, al menos de momento. La Comisión Europea ha dado a España, Francia y Holanda más tiempo para acatar el techo del déficit del 3 por ciento del PIB. Hasta los políticos alemanes admiten que hace falta algo más que un ajuste fiscal para resucitar a las economías periféricas.
Según la Comisión, ese "algo más" es la reforma estructural: levantar las restricciones al despido y otras normas del mercado laboral, liberalizar las profesiones cerradas y suprimir los controles del mercado de bienes y servicios.
Pero no es más que vino añejo en odre nuevo. Desde el inicio de la crisis de la eurozona, la troika (la Comisión, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo) viene insistiendo en esas reformas estructurales dentro de cualquier paquete de ayuda financiera. A Grecia, España y los demás siempre se les ha dicho que esas reformas hacían falta para fomentar la productividad y competitividad, y recuperar el crecimiento.
Tres años después, la experiencia griega habla por sí sola. Según un nuevo informe del FMI, las reformas estructurales del país no han surtido el efecto esperado, en parte por dificultades políticas y de aplicación, y en parte porque su potencial para aumentar el crecimiento a corto plazo era exagerado. La reforma laboral de España tampoco ha funcionado como se esperaba.
Nada de eso debería sorprender. En la práctica, la reforma estructural aumenta la productividad a través de dos canales complementarios. Primero, los sectores de baja productividad destruyen empleo. Segundo, los de alta productividad se expanden y crean trabajo. Ambos procesos hacen falta para que las reformas aumenten la productividad global.
Sin embargo, cuando la demanda agregada está deprimida (como en la periferia europea), el segundo mecanismo funciona débilmente, si es que funciona. La razón es muy sencilla: facilitar el despido o la creación de empresas nuevas tiene pocos efectos en la contratación cuando las empresas ya tienen exceso de capacidad y les cuesta encontrar clientes. Por eso, lo único que se consigue es el primer efecto y así es como aumenta el desempleo.
El enfoque de la Comisión Europea no trae casi nada nuevo, ni da motivos para el optimismo en cuanto a que la "nueva" estrategia vaya a funcionar mejor que la vieja. La reforma estructural (por muy deseable que sea a largo plazo) no soluciona el dilema del crecimiento a corto plazo en esos países.
La periferia de la eurozona padece, a la vez, un problema de capital y otro de flujo. La deuda es demasiado grande y la competitividad demasiado floja como para lograr un equilibrio externo sin deflación interna y paro. Lo que hace falta es un enfoque doble, centrado en ambos problemas a la vez. El planteamiento reinante (atacar la deuda mediante austeridad fiscal y la competitividad con reformas estructurales) ha producido unos niveles de paro que hacen peligrar la estabilidad sociopolítica.
¿Qué otra cosa puede hacerse? La forma más directa de abordar el problema de la deuda es una rebaja, combinada con la recapitalización de los bancos que sufran mayores pérdidas en consecuencia. Puede parecer extremo, pero sólo reconoce la realidad de que gran parte de la deuda actual no va a devolverse sin nuevos flujos de financiación oficial. Como el FMI ya ha reconocido, tal vez habría sido mejor reestructurar las deudas griegas al principio que lanzarse a una "operación dilatoria".
La reducción de deuda, de por sí, allana el camino al crecimiento pero no lo genera directamente. También hacen falta políticas dirigidas a reequilibrar los gastos en la eurozona y reorientarlos en las economías periféricas. Eso incluye políticas que refuercen la demanda en la eurozona y estimulen un mayor gasto en los países acreedores, especialmente Alemania; políticas dirigidas a reducir los precios no comerciables; políticas de rentas que reduzcan los salarios del sector privado en las economías periféricas de manera coordinada; y un objetivo mayor de la inflación del BCE que ofrezca libertad de movimiento en el tipo de cambio real mediante cambios nominales.
Para eso Alemania tendría que aceptar una inflación más alta y pérdidas bancarias explícitas, asumiendo que los alemanes puedan adoptar un planteamiento distinto de la naturaleza de la crisis. Es decir, que sus líderes describan la crisis no como una moraleja entre los sureños vagos y disolutos, y los norteños frugales y trabajadores, sino como una crisis de interdependencia en una unión económica (y próximamente política). Los alemanes deben desempeñar un papel tan grande en solucionar la crisis como el que tuvieron en instigarla.
Es muy probable que Francia tenga un papel decisivo también. El país es lo bastante grande como para que si apoyase plenamente a los países periféricos, Alemania se vería aislada y obligada a responder. Por ahora, Francia sigue dispuesta a distanciarse de los países del sur para evitar verse arrastrada en los mercados financieros.
En último término, una unión económica europea factible exige más homogeneidad estructural y convergencia institucional entre sus miembros (sobre todo en los mercados laborales). El argumento alemán tiene algo de verdad: a largo plazo, los países de la UE tendrán que parecerse cada vez más entre sí, si quieren seguir viviendo en la misma casa.
Pero la eurozona se enfrenta a un problema a corto plazo mucho más keynesiano en su naturaleza y para el que los remedios estructurales a largo plazo son ineficaces como mucho y perjudiciales como poco. Demasiada atención a los problemas estructurales, a costa de las políticas keynesianas, hará que el largo plazo sea inalcanzable y, por lo tanto, irrelevante.