Fútbol

Un profeta

Cruyff, junto a Beckenbauer en la final del Mundial 1970. Imagen: EFE.

Cuando hace unas horas se ha conocido la muerte de Johan Cruyff han vuelto para muchos de nosotros los recuerdos de la adolescencia, la que vivimos entre aromas de incipiente democracia y deseos de reconciliación. Qué distinto a lo que ahora experimenta un país en el que se anteponen los intereses ideológicos, partidistas y personales al bien supremo colectivo que es el proyecto de un país.

Aquél verano de 1974, caluroso y plomizo, trazó una línea en la memoria de los niños de mi generación gracias a los televisores en blanco y negro que transmitían el Mundial de Alemania. El mítico, imborrable recuerdo del partido final permanecerá siempre archivado en un disco duro por lo demás repleto ya de datos y ecuaciones de imposible resolución. La fulgurante carrera hacia el área a los 120 segundos del pitido inicial, la zancadilla del defensa y el título que se acercaba a Amsterdam gracias al talento incontenible del astro de la melena al viento. Luego vino la apisonadora alemana para borrar aquel sueño, pero afortunadamente había nacido algo que ni siquiera los cuadriculados teutones podrían aplastar: la idea del fútbol moderno que llega hasta nuestros días, el triunfo del juego de ataque elegante y desbordante, el juego suicida en el que el objetivo no sería nunca más defender tu portería sino perforar la contraria.

La cuestionable segunda mitad de la carrera de Cruyff como futbolista no era más que una maniobra de distracción, una cortina de humo (el humo que tantos años después se le ha llevado) que escondería su retorno a la primera línea de la competición para ocupar los banquillos y terminar su obra: la transformación del juego del fútbol en lo que hoy es. Fue el árbitro de la elegancia al institucionalizar el traje y la corbata en la línea de banda, inventó el concepto del carrilero e intercambió por primera vez las posiciones del diestro y el zurdo sembrando el germen de lo que hoy llamamos el juego "a pierna cambiada", se atrevió a jugar con tres defensas y un medio centro por delante, una figura que nadie imaginaba cuando Cruyff la inventó. Seguramente se la habían sugerido sus batallas inolvidables frente al Kaiser Beckenbauer, el líbero que tantas cosas ha inspirado en este deporte de la pelota a ras de suelo.

Un día descolgó el teléfono y realizó una llamada a Turín. Quería convencer a un talento del fútbol para que no cogiera sus trastos y se marchara a casa con 25 años, desengañado por los golpes y las desilusiones. Y le ofreció trabajo. De no haber hecho aquella llamada, Michael Laudrup habría terminado su carrera de forma precipitada y nos habría privado a los aficionados de otros diez años de belleza en estado puro.

Su carácter rebelde e inconformista le empujó a no repetir participación en una Copa del Mundo: "Solemnemente digo que no volveré nunca más a jugar otros Mundiales". Jugó una vez, y acarició la Copa de oro. Y pese a no conquistarla, nadie duda hoy que Cruyff está en el Olimpo del deporte rey por su etapa como futbolista. De su etapa como técnico nació algo mucho más importante: la evolución hacia futuro de un espectáculo de masas.

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