
La reforma de 2013 de la Seguridad Social introdujo dos mecanismos de ajuste automático que buscaban garantizar la sostenibilidad financiera del sistema público de pensiones.
El primero de ellos, conocido como factor de sostenibilidad, ajustaba la cuantía inicial de las pensiones en función de la esperanza media de vida. El segundo, el llamado Índice de Revalorización de las Pensiones (IRP), ligaba la tasa de actualización anual de las pensiones ya en vigor con la situación financiera (observada y prevista) del sistema a medio plazo, abandonando la referencia tradicional del Índice de Precios al Consumo (IPC).
El acuerdo presupuestario alcanzado por el anterior Gobierno del PP con el PNV dejó a la reforma de 2013 muy tocada. En principio, el acuerdo establecía un paréntesis en la aplicación de la reforma, aplazando la entrada en vigor del factor de sostenibilidad y suspendiendo temporalmente la aplicación del IRP para revalorizar las pensiones durante 2018 y 2019 a una tasa muy superior al 0,25 por ciento que establecía la norma suspendida.
En la práctica, además, todo apunta a que el cambio de rumbo será permanente pues ningún partido parece estar defendiendo ahora la necesidad de contener el crecimiento del gasto en pensiones en la Comisión del Pacto de Toledo.
De hecho, recientemente se ha alcanzado un acuerdo en este foro para recuperar el IPC como referencia para la revisión anual de las pensiones, aunque la redacción elegida ("en base al IPC real") deja un cierto margen para la interpretación. En un reciente informe de Fedea, Miguel Ángel García, Alfonso Sánchez y yo argumentamos que desmantelar la reforma de 2013 sin un plan alternativo no es buena idea porque pondría en riesgo la viabilidad del sistema de pensiones y la equidad intergeneracional. Para analizar las consecuencias de la derogación de la reforma, en el informe se construyen proyecciones de los ingresos y gastos del sistema hasta 2070 con y sin dicha reforma y se exploran sus implicaciones para las cuentas públicas y para el reparto de la renta entre activos y pensionistas. Los cálculos se realizan utilizando un modelo informático que simula las decisiones de unos hogares artificiales con características similares a la población real del país y recoge de forma bastante realista el funcionamiento del sistema público de pensiones.
La supresión de la reforma del 2013 sin un plan alternativo no es sostenible ni equitativa
Nuestros cálculos sugieren que, incluso bajo escenarios económicos y demográficos muy optimistas, la derogación de la reforma de 2013 es una decisión que no se puede tomar a la ligera por motivos de equidad intergeneracional y porque supondría incrementar de forma muy significativa la presión que el sistema de pensiones ejerce sobre unas cuentas públicas que todavía registran un déficit importante y un elevado nivel de deuda en el mejor momento del ciclo económico y que, además, tendrán que acomodar en el futuro unas necesidades crecientes de gasto en funciones como la sanidad o la dependencia que también son muy sensibles al envejecimiento.
La contrarreforma que parece estar gestándose en el Pacto de Toledo comportaría un aumento muy considerable del gasto en pensiones que podría terminar de desequilibrar las ya precarias cuentas del sistema durante las próximas décadas, en las que nos enfrentaremos a circunstancias demográficas muy adversas (para las finanzas del sistema) como resultado de la llegada a la jubilación de la generación del baby boom, la caída de la natalidad y el incremento de la esperanza de vida.
Puesto que el gasto recaería sobre la parte cada vez más pequeña de la población que estará en edad de trabajar de aquí a 2050, la viabilidad del sistema podría verse comprometida, abocándonos a un ajuste traumático en algún momento futuro.
El cambio supone aumentar la presión que el sistema de pensiones ejerce en las cuentas públicas
En ausencia de otras medidas, este cambio de política incrementaría gradualmente el déficit de la Seguridad Social desde el 1,6 por ciento del PIB actual, añadiéndole entre cuatro y cinco puntos de PIB a partir de 2050 y entre 3 y 3,6 puntos en promedio durante el próximo medio siglo.
La acumulación de tales déficits hasta 2070 generaría un volumen de deuda de entre el 125 y el 150 por ciento del PIB que habría que añadir al 100 por cien ya existente y al que pudieran generar en estos años el resto de las administraciones públicas, lo que nos dejaría en una situación muy difícilmente sostenible.
Para evitar la suspensión de pagos resultaría necesaria una fuerte subida de las cotizaciones sociales o un incremento de las aportaciones del Estado financiadas con mayores impuestos generales, lo que supondría una carga muy pesada para determinadas cohortes de trabajadores que sería cuando menos cuestionable en términos de equidad intergeneracional.
Hacia mediados de siglo, sería necesaria una subida de los tipos de cotización de entre el 50 por ciento y el 90 por ciento en relación a sus niveles actuales, o incrementos equivalentes en otros impuestos, lo que tendría efectos muy negativos sobre el empleo y la inversión y nos dejaría sin demasiado margen de maniobra de cara a la financiación de otras necesidades importantes.
En conclusión, la supresión de la reforma del 2013 sin un plan alternativo plantearía serios problemas de sostenibilidad y equidad intergeneracional. Para mitigar tales problemas, sería necesario preservar al menos en parte los mecanismos de disciplina automática introducidos en la reforma o buscar otras alternativas que ayuden a contener el crecimiento del gasto en pensiones, en vez de fiar por entero la viabilidad del sistema a un fuerte incremento de sus ingresos. Las posibilidades son muchas y deberían ser objeto de un amplio debate sobre sus méritos relativos.