
La elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial por el sistema de negociación política ha sido ampliamente rechazado estos días en todos los foros de opinión. Se dice que sugiere un reparto oscuro, un intercambio de nombres elegidos por cuotas políticas que, por tanto, politiza la Justicia y pone en riesgo la independencia judicial.
Sin embargo, la politización de la Justicia y el riesgo de perder independencia no son consecuencias inevitables de la designación política. En Italia, el Consiglio Superiore della Magistratura -equivalente al CGPJ español- está presidido, nada menos, que por el presidente de la República. Y ocho de sus veinticuatro componentes son elegidos por el Parlamento, claramente, según las mayorías de partido; en Alemania, la mitad de los magistrados de la Corte Federal son nombrados por el Bundestag y la otra mitad por el Bundesrat, es decir, la totalidad de los magistrados son elegidos por acuerdos políticos en ambas Cámaras. Y, además, se ha establecido la práctica de asignar determinados puestos en cada Sala a determinados partidos de modo que, al cesar un magistrado en su cargo, el partido respectivo propone a un sucesor; en Suecia, los dieciocho magistrados del Tribunal Supremo son elegidos, precisamente, por el Gobierno. Se insiste: por el Gobierno; en Francia, a la totalidad de los magistrados del Consejo Constitucional los nombra el presidente de la República y el presidente de la Asamblea Nacional; en Suiza, todos los magistrados del Tribunal Supremo son nombrados por el Parlamento y es frecuente -y no controvertido, sin embargo- que los elegidos mantengan fuertes vínculos explícitos con los partidos políticos. Más allá de Europa, el presidente de los Estados Unidos nombra a los miembros del Tribunal Supremo. Los ejemplos podrían ser muchos más.
Como se ve, hay muchos países democráticos donde el poder político nombra a los altos cargos judiciales y sin embargo no puede afirmarse de ellos que el Poder Judicial no sea independiente o que esté politizado. En realidad, el principio de separación de poderes no responde ya, en ninguna latitud de nuestro entorno, a la forzada y artificial impermeabilidad con la que Montesquieu lo planteó en su momento. Cuando Montesquieu escribe que el juez solo es "la boca que pronuncia las palabras de la Ley", lo convierte en un mero instrumento auxiliar, y tal concepción de la actividad judicial es hoy insostenible. Más bien puede pensarse que, con esa expresión, Montesquieu revelaba que confiaba ciegamente en la Ley y desconfiaba excesivamente del juez. Ambas actitudes son exageradas y también actualmente insostenibles. Naturalmente, la separación de poderes no exige ni pretende la absoluta distancia superlativa entre los mismos, la ausencia de todo contacto. De hecho -y de Derecho- los tres poderes no pueden desconocerse, negarse la palabra, estar recluidos consigo mismos ni dejar de relacionarse entre ellos.
La independencia judicial no se cuestiona -no debería cuestionarse- por el hecho de que los políticos nombren a los jueces, incluso si el nivel de penetración política o de contacto es muy elevado, como ocurre en otros países democráticos, donde, a pesar de ello, la independencia judicial no se cuestiona. En realidad, el Poder Judicial puede relacionarse con el poder político precisamente en términos de poder, precisamente en términos de igualdad porque cuenta, en sí mismo, constitucionalmente, con el mandato de estar solo sometido a la Ley y al Derecho. Cuenta, por tanto, con la eficaz capacidad de reacción judicial a la concreta acción política de interferencia interesada o espuria, en la medida en que es, esencialmente, un contrapoder o un poder para el equilibrio: un poder para la Justicia.
Digámoslo finalmente: lo que importa no es quién nombra a quién, sino a quién se nombra. Porque esas personas nombradas tienen la responsabilidad y la obligación de ser independientes, les nombre quien les nombre. Lo que falla no es el sistema de nombramiento, o no es lo único que falla. El problema está en si los políticos nombran personas con criterio propio o con criterio condicionado.