
Hace casi dos años, Pedro Sánchez vivía uno de sus momentos más aciagos de su vida política. La mayoría del Comité Ejecutivo de su partido cuestionaba su férrea negativa a permitir la investidura de Rajoy, que acababa de ganar las elecciones con una muy precaria mayoría simple, y rechazaba de plano la estrategia encubierta de su todavía secretario general para convertirse en presidente: formar gobierno respaldado por populistas y separatistas.
La desautorización expresa le forzó a dimitir, aunque trató de salvarse con la argucia de convocar y celebrar de forma inmediata unas primarias. Contraviniendo todas las normas, tras el escenario había escondido una urna. No le permitieron usarla, pero el episodio retrata al personaje: temerario hasta límites insospechados y capaz de retorcer las reglas a conveniencia, dispuesto a todo por mantener el poder.
Dos años después, Sánchez vive en la Moncloa gracias al voto de aquellos de los que renegó y comienza a exhibir esas mismas maneras que adolecen de espíritu democrático, cuando no se enfrentan abiertamente a él. Nada más llegar, a cuenta de la crisis del Aquarius, trató de censurar las críticas de PP y Cs a su gestión de la inmigración irregular aduciendo que hacer oposición a su política era dañar al Estado.
Sin embargo, ha sido en los últimos días cuando, acosado por los escándalos de su tesis y sus ministras, ha dado el triple salto mortal, con nula visión de Estado, propiciando un choque con el poder legislativo y un abriendo las puertas a un enfrentamiento con el Judicial. Quién sabe si lo próximo será la Corona.
Su intención de anular al Senado, una de las dos cámaras de representación popular, y la colisión, inédita en democracia, con la Mesa del Congreso muestran bien a las claras que usará cualquier atajo, trampa o recoveco, por daño que pueda hacer al entramado institucional, con tal de sacar adelante un presupuesto que le permita mantener el poder hasta 2020.
Pero en el caso de que lograra llevar las cuentas a tiempo a la cámara para contentar a Podemos, tendría que hacer algo más difícil todavía: contentar a los separatistas para recibir su apoyo. Y ahí es dónde Sánchez nos colocará a todos en almoneda, ya lo ha advertido Joan Tardá. De ahí la ofensiva contra los jueces que ha iniciado este fin de semana y que no tiene visos de remitir. No se pueden entender de otro modo las declaraciones de la delegada del gobierno en Barcelona, abogando abiertamente por el indulto, y su visita a Canadá, donde puede echar mano del célebre referéndum de Quebec para probar suerte en Cataluña.
Él sabe que una convocatoria de ese cariz sería impensable e imposible bajo el paraguas de la Constitución y la legalidad española, pero todo indica que al menos lo intentará. Debemos temer lo peor porque su trayectoria demuestra que no frenará hasta que le obliguen a hacerlo. Se lleve lo que se lleve por delante.