
Recuperar el diálogo entre el gobierno de España y el nuevo ejecutivo de Cataluña, no contaminado por proceso judicial alguno en sus miembros, es una decisión digna de elogio. Pedro Sánchez y la ministra Meritxell Batet, que van a gestionar la situación con la supervisión de la vicepresidenta constitucionalista Carmen Calvo (una garantía plena para los españoles que esté ahí), han iniciado ya el camino hacia un intento de que ambas partes busquen puntos comunes y no incidan más en los desacuerdos, que todos sabemos cuales y cuántos son. Dialogar nunca puede ser considerado algo negativo.
El principal problema reside en aquello de lo que hay que dialogar, y la advertencia de ERC esta semana al presidente ha sido clara: no habrá diálogo si se excluye de él la independencia de Cataluña y el cumplimiento del imaginario mandato del 1 de octubre. Empezamos invocando un diálogo que más bien es una imposición sobre aquello de lo que debemos hablar. En una palabra: lo que Mariano Rajoy siempre dijo que no discutiría ni con los independentistas catalanes ni con nadie, posición firme que Sánchez continuará ejerciendo.
Es en los matices donde aparecen las diferencias. La ministra de Política Territorial ha introducido en el tablero una posibilidad que, a estas alturas de reivindicación por parte del separatismo, se antoja algo desfasada. Pero que podría ser un inicio en ese inexplorado camino del diálogo. Consiste en recuperar los catorce artículos del Estatut de 2006 que fueron anulados por el Tribunal Constitucional y ofrecerlos a Quim Torra como elemento de apaciguamiento a su insistencia soberanista.
La sentencia anulaba la Justicia propia, el catalán como lengua preferente sobre el castellano y la prioridad en la financiación
Los puntos esenciales de la sentencia del TC anulaban la creación de una Justicia propia, el reconocimiento del catalán como lengua preferente sobre el castellano y la superioridad de Cataluña sobre el resto de las Comunidades en materia de financiación. Se supone que el Tribunal anuló aquellos artículos porque eran inconstitucionales, y se supone que siguen siéndolo. Se podría culpar a quien recurrió al TC para cargarse el Estatut en aquellos años de gestación del problema, pero la culpa es relativa desde el momento en que los magistrados le dieron la razón en parte de sus planteamientos.
Insistamos en la apariencia de que esta pantalla está ya superada por el independentismo, y poco o nada va a contentarle que se recupere algo que queda a años luz de la creación de un Estado independiente que parece seguir siendo la única aspiración en esta etapa. Pero no sería malo recordar de nuevo lo que realmente supuso aquella sentencia de 2010 en el entonces nacionalismo moderado de Convergencia: en absoluto fue considerada el agravio que hoy se pretende recordar, porque Artur Mas ganó las elecciones del otoño siguiente y gobernó con el apoyo puntual del Partido Popular, y todo fue sobre ruedas para él hasta que la Diada de septiembre de 2012, ¡dos años después!, le obligó a subirse a un tren en marcha para el que no tenía billete adquirido con antelación. Luego ocurrió lo que ocurrió, y se aprovechó aquella sentencia para construir una gran afrenta que explicara la intentona independentista que ha provocado la gran fractura actual.