Las relaciones de poder en la vida pública se asemejan mucho a las que se desarrollan en el patio de un colegio. Al fin y al cabo, es el primer lugar donde nos socializamos como individuos, en el que ensayamos el rol en el que en función de nuestra personalidad y objetivos vitales nos sentimos cómodos. No hace falta observar mucho en un recreo para identificar con claridad al líder y la corte que conforma en torno a él, a los que optan por permanecer al margen, a sus sometidos y a sus víctimas y al recién llegado. Ése es el papel que interpretó en la política Pablo Iglesias hace unos años, el del chaval que tenía que ganarse su estatus. Apuntaba alto, nada menos que a "asaltar los cielos". Casi lo logra.
Con habilidad, identificó la frustración de la mayoría y planteó un liderazgo alternativo y seductor, adornándose de sus mismos ropajes. El nuevo del cole, el chico de barrio, se vestía con camisa de grandes almacenes para ir a ver al Rey y nos enseñaba en la tele su casita humilde, al tiempo que apuntaba con dedo acusador la flamante "mansión" de Luis de Guindos. Y así, convertido en juez y parte, avanzaba hacia su meta, la de convertirse en el caudillo del patio.
Pero, subido en la cresta de la ola de su popularidad, olvidó dos cuestiones importantes. No jugaba solo y, cuando alguien va soltando patadas en el recreo, provoca que algunos tengan ganas de devolvérselas y que otros miren a otro lado cuando le ponen en su sitio. Pocos saldrán al auxilio de Iglesias cuando se queja de que violan su intimidad porque le han colgado una pancarta en la valla de su finca, cuando él ha organizado escraches a Rosa Díez o ha aplaudido los que han rodeado las casas de Rita Barberá, Ruiz Gallardón o Sáenz de Santamaría. La justificación de que aquello era "jarabe democrático" contra los poderosos, mientras que lo suyo es una terrible violación de su intimidad, no es de recibo.
Y la segunda cuestión, que cualquiera de los asesores que le rondan podrían haberle explicado, es que la exposición permanente ante los focos te desnuda. Para ser creíble, has de ser auténtico. Pablo Iglesias, el chico que quería pasar por uno más de familia modesta, pero con un patrimonio de un millón de euros, no lo era. No lo es. Pablo Iglesias, el cabecilla que abogaba por un liderazgo más justo e igualitario, solo pretendía deponer al jefe para ocupar su lugar. Vimos sus intenciones cuando, en una memorable rueda de prensa, puso como precio a su apoyo al PSOE la mitad de los ministerios, los servicios de inteligencia y RTVE. Lo pagó caro en las urnas, pero no aprendió del error. La adquisición de su fabulosa nueva vivienda, mediante un favorable crédito concedido por la misma entidad a la que ha encargado la gestión de los dineros públicos de su partido, es la última prueba. Esa operación inmobiliaria le ha hecho tanto daño porque demuestra que nunca le ha movido la justicia, sino la envidia. Un pecado, por otra parte, muy común en el patio del colegio.