Firmas

Estamos arriesgando nuestro futuro

  • Hay que encontrar soluciones pragmáticas y no librar luchas ideológicas
Foto: Archivo

Decía A. Oppenheimer que la "obsesión con el pasado" es un fenómeno característico de Iberoamérica y también de España. Yo matizaría que más que de obsesión con el pasado deberíamos hablar de recurso a una memoria selectiva del mismo para justificar posiciones políticas en el presente. Y, no solo eso, parece que buscamos en nuestro pasado colectivo una explicación que nos convierta en víctimas inocentes de la parte que no nos gusta del mismo, y que, al propio tiempo, no nos impida sentirnos legítimos herederos de la que consideramos su parte más gloriosa.

Continuaba afirmando que no había observado la misma obsesión en China, India y otros países a pesar de que muchos de ellos tienen culturas milenarias, lo que le llevaba a plantearse algunas preguntas, tales como: ¿es saludable esa obsesión?; ¿nos ayuda a prepararnos para el futuro?; ¿o por el contrario nos distrae de la tarea cada vez más urgente de prepararnos para competir en la economía del conocimiento del siglo XXI?.

Para responder a estas cuestiones conviene partir de que el esfuerzo continuado por el conocimiento de nuestra Historia es esencial para no repetir errores. A ello hay que añadir que, como afirmaba hace poco J. H. Elliot, cada generación debe revisar críticamente las explicaciones históricas recibidas de la generación anterior.

El conocimiento de la propia Historia no es perjudicial. Por el contrario, es necesario. Lo que resulta corrosivo y, en consecuencia, autodestructivo es recurrir a la manipulación de la misma, es decir, a la falta de respeto por la verdad histórica para justificar posiciones del presente. Y, desgraciadamente, eso sucede entre nosotros -y allende nuestras fronteras- diariamente. La ignorancia del pasado facilita, además, la conversión del relato inventado en verdad incontrovertible. Cuestión distinta es que, sobre unos mismos hechos coexistan diferentes interpretaciones, lo que nada tiene que ver con la manipulación histórica.

Partiendo de un pasado que contribuye a explicar nuestro presente, debemos centrar nuestros esfuerzos en conquistar nuestro futuro, para lo que necesitamos alcanzar el mayor nivel de competitividad posible en la economía del conocimiento que caracteriza el siglo en el que vivimos.

Si no somos capaces de incrementar nuestra competitividad incorporando alta tecnología, entonces solo podremos hacerlo rebajando costes salariales y, por lo tanto, prosperidad y bienestar. Ello conlleva, inevitablemente, un deterioro progresivo de las clases medias sin cuya existencia el mantenimiento de las democracias, tal y como las conocemos, se enfrentará a dificultades difíciles de superar.

Este es el tipo de problemas que debería centrar nuestros debates colectivos. Sin embargo, no es así. No hay día en el que la corrupción de tal o cual político -y, últimamente, parece que también de algunos profesores-, no ocupe las primeras páginas de los medios. O algún nuevo desafío del etnosecesionismo, esa religión que parece profesar parte de la población catalana, la cual parece no saber valorar adecuadamente lo que tiene y, por ello, está empezando a perderlo, como revelan la caída constante del consumo y la sangría sostenida de profesionales y empresas, preferentemente hacia Madrid, no hacia Bruselas ni hacia Berlín.

¿Qué podemos hacer para orientar nuestras energías y esfuerzos en la dirección correcta, esto es, en la dirección que exige la economía del conocimiento que caracteriza nuestro siglo?.

Debemos empezar por reconocer que ninguno de nosotros tiene una varita mágica porque no hay soluciones mágicas. Es más, debemos rechazarlas: la magia es una percepción ilusoria de la realidad. Por el contrario, debemos buscar constantemente soluciones incrementales, esto es, pequeñas reformas que vayan mejorando aspectos concretos. V. Lapuente pone el ejemplo del Partido Socialdemócrata Sueco que, durante la Gran Depresión, en lugar de dedicarse a hacer proclamas populistas, más propias de los países del sur -"No a las privatizaciones", "democratizar la economía", etc.-, se dedicó a abordar problemas concretos por complejos que fueran: por ejemplo, cómo aumentar la productividad laboral en sectores clave para la exportación, que era sensiblemente más baja que la de sus competidores, y, a la vez, aumentar la escasa protección social de los trabajadores.

Se trata de encontrar soluciones pragmáticas en lugar de librar una competición de proclamas ideológicas. Pero eso es más difícil: exige mayores conocimientos, una actitud más cooperativa y un electorado que premie la seriedad y castigue a quien ofrece pan y circo para hoy ocultando las consecuencias para el mañana. No se trata de hacer reformas dirigidas a perjudicar o a beneficiar a grupos concretos de interés, por razones ideológicas, sino a buscar soluciones pragmáticas que mejoren la calidad del conjunto.

Deberíamos empezar por ser capaces de ir reformando nuestro sistema educativo, el cual es una de las piedras angulares del país. También nuestro sistema de estímulos a la investigación y a la innovación, pues los productos que incorporan alta tecnología -y, por tanto, mayor valor añadido- se cotizan mucho más en los mercados globales que las materias primas o los productos de menor valor agregado, lo que permite un mayor nivel de prosperidad y de bienestar.

Sin embargo, los partidos políticos son incapaces de llegar a un acuerdo para reformarlos. Y cuando alguno de ellos tiene mayoría absoluta, la utiliza para reformar el sistema educativo conforme a sus propios postulados, lo que garantiza que, cuando la oposición tenga mayoría absoluta, derogará la reforma para hacer otra conforme a los suyos.

Parece que hemos olvidado que el constitucionalismo español fue un fracaso mientras fue un constitucionalismo partidista. La Constitución de 1978 ha fundamentado y fundamenta una historia de éxito, pese a todos los problemas, porque, a diferencia de las anteriores, fue una constitución de consenso. Esperemos que el sistema educativo encuentre, lo antes posible, su reforma consensuada que impulse una historia de éxito y de estabilidad educativa. Urge potenciar la cultura del esfuerzo y de la responsabilidad individuales, del respeto, las inteligencias múltiples, la capacidad crítica y el espíritu innovador.

En Cataluña, las únicas manifestaciones relacionadas con el sistema educativo son convocadas por los grupos etnosecesionistas en defensa de la denominada escuela catalana, caracterizada por la discriminación lingüística de los alumnos cuya lengua materna es el castellano y que constituyen la mayoría de la población, por lo que no debería denominarse modelo de escuela catalana sino de escuela nacionalista, caracterizada por el uso político de la lengua y del pasado.

Probablemente también deberíamos ir aumentando la profesionalización de las administraciones públicas en el sentido apuntado por el propio V. Lapuente, especialmente de las autonómicas. Ciertamente, hay un excelente nivel en los funcionarios públicos en general, especialmente en la Administración General del Estado -aunque no únicamente- pero se encuentran, también en general, insertos en un sistema demasiado rígido y con una deficiente estructura de incentivos que no estimula el espíritu innovador. La carrera profesional administrativa es muy corta, pues, en realidad, acaba en el nivel de Jefe de Servicio, sin extenderse hasta el nivel de Director General o superior, como en algunos de los países que nos rodean. Los puestos de libre designación o de confianza, aun cuando, en ocasiones, exijan determinados niveles de competencia, comienzan muy pronto.

Ello desincentiva la carrera profesional, al tiempo que aumenta el ámbito de poder del político para la asignación de puestos, lo que va en perjuicio de la calidad de la gestión pública y, por lo tanto, de la sociedad en general. Deberíamos ser capaces de invertir esta dinámica: menos políticos, es decir, menos puestos de libre designación y mayor profesionalización de la Administración. Los políticos elegidos deben decidir la dirección, los objetivos, y los profesionales de la gestión pública ser los responsables de su implementación.

Deberíamos también reflexionar sobre cómo retener el talento nacional y cómo atraer al foráneo, en lugar de contemplar cómo se marcha una parte importante. No se entiende, por ejemplo, que se premie con la residencia en nuestro país a extranjeros que compran viviendas por encima de un determinado precio y, sin embargo, no existan estímulos iguales o superiores para los investigadores extranjeros de calidad contrastada que deseen instalarse entre nosotros, lo cual sería mucho más productivo.

La economía goza de un nivel creciente de globalización y de un alto nivel -también creciente- de financiarización. En consecuencia, deberíamos esforzarnos más en que la población tuviese, al menos, un nivel mínimo de conocimientos financieros y, además, hablase fluidamente varios idiomas. Ambas carencias constituyen debilidades históricas de un alto coste. Por el contrario, han sido y son ventajas competitivas diferenciales de los holandeses, por ejemplo. Superar tales deficiencias sería una mejora incremental esencial.

Los debates públicos que nos ocupan, sin embargo, no giran en torno a estos asuntos sino, salvadas las excepciones de rigor, en torno a temas las más de las veces ruines y esterilizantes que parecen protagonizar nuestra realidad. Una realidad que debemos ir superando para ir iniciando un círculo virtuoso de debates públicos constructivos. Es mucho lo que hemos hecho bien para ponerlo en riesgo o perderlo empleando nuestras energías en debates sin horizonte alguno, mientras otros países van construyendo, día a día, un futuro mejor.

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