
Si algo positivo puede extraerse del discurso de Quim Torra es que, a diferencia de sus predecesores en el cargo, éste no pretende engañar a nadie y por tanto nadie puede darse por engañado. Artur Mas jugó al gato y al ratón con el gobierno de España haciéndole creer, con notable éxito, que su deriva separatista era fruto de la necesidad, que, asfixiado por la escasez de recursos económicos, no tenía más alternativa que culpar al demonio de los nacionalistas: Madrit. La celebración del referéndum del 9-N, el ensayo general de lo que vendría después, debió haber despertado las complacientes conciencias de los hombres y mujeres que encarnan las instituciones nacionales para poner pie en pared, pero los hechos demuestran que no hay más ciego que el que no quiere ver. Su sucesor, Puigdemont, era más difícil de digerir en la capital del reino. No cabía duda de que era un separatista convencido, pero cual niños deseosos de creer en el ratón Pérez aún con todas las evidencias en contra, en el ejecutivo pensaron que nunca se atrevería a dar el paso decisivo. Además, por si se cumplían los peores pronósticos sobre el personaje, confiaban en el salvavidas de Oriol Junqueras, un hombre del que se colegía que nunca se atrevería a dar el famoso salto al vacío porque le sobraba la ambición para convertirse algún día en presidente de la Generalitat. Ya hemos visto las consecuencias.
Quim Torra no parece querer engañar a nadie. O sí, tal vez quiera ir aún más lejos de lo que ha anunciado. Su pretensión es culminar el proceso hacia la independencia. Es decir, romper la unidad nacional y expulsar a todos los españoles de Cataluña. Esa declaración de intenciones es suficiente como para que los partidos nacionales no cometan en esta ocasión el error o la cobardía de hacerse trampas en el solitario. Pueden argüir que no hay hechos, sólo palabras, para negarse a ponerlo en consideración de los tribunales. Pero lo que no pueden hacer es quedarse de brazos cruzados a la espera de que cometa la enésima tropelía que vulnere nuestros derechos fundamentales, desgarrando sin remedio la Constitución, agarrándose a la excusa de una libertad de expresión parlamentaria mal entendida. Si Torra quiere quebrar la ley, su deber es al menos tratar de impedir que lo haga. El parlamento que representa a todos los españoles tiene la obligación de velar porque no se rompan los consensos básicos y la herramienta para evitarlo está en sus manos: el artículo 155 de la Carta Magna. Si quieren mantener la vigencia el Estado de Derecho, no hay razón para derogarlo. Tendrá que permanecer activo para garantizar que se cumple la ley y tendrá que usarse para algo más que convocar unas elecciones en las que una sociedad intoxicada daría de nuevo la mayoría a los separatistas. Después del discurso de Torra, el Parlamento que nos representa no puede hacerse el haraquiri cediendo su soberanía para dejar a todos los españoles en manos de la CUP.