
España, como todos saben, no solo optó por un Estado descentralizado, sino que procedió a reconocer derechos políticos a sus regiones, ya que la atribución de funciones a las Comunidades Autónomas no fue únicamente administrativa. Lo lingüístico fue realmente significativo y cómo a la sombra de leyes de normalización lingüística lo que acabo desnormalizándose fue precisamente el uso del español dentro del Estado.
Todo esto contrasta, por cierto, con la realidad europea de los últimos 50 años. En los Estados comparables al nuestro por aglutinar regiones diversas (Alemania, Francia o Italia), la tendencia fue la contraria, evitándose primero que la descentralización afectara al Estado en cualquier fibra sensible en lo político, y segundo evitándose asimismo otorgar derechos lingüísticos. La normalización, en clave europea, fue anormal. Más bien, también en este plano ha habido un auténtico rodillo estatal sobre las regiones en tales Estados. Todos estos datos y realidades no son muy conocidos en nuestro país. Entre nosotros, se planteaban las cosas desconociendo tales fenómenos, como si además la libertad, la democracia y el progreso tuvieran que pasar por este proceso de construcción política de identidades nacionales diferenciadas de la española. Además de convertirse en un negocio, de esta tendencia duele finalmente el resultado final.
La gran paradoja es que, por haber llevado la democracia y las libertades más allá que en otros Estados (otorgando incomparablemente más derechos a las regiones, en lo político, que en Francia, Alemania o Italia), tenemos incluso que oír que no hay una democracia real entre nosotros. Esto es lo más indignante seguramente de las declaraciones de Puigdemont y tantos otros. Veinticuatro horas al día dedicándose al descrédito de nuestro Estado. Por mucha libertad de expresión que haya, uno de pregunta si no hay algún mecanismo legal que pueda cortar afirmaciones cuando estas son, incluso de hecho, falsas e insultantes. El problema se agrava cuando algunos de los propios partidos nacionales acogen este mismo discurso ignorando, como he explicado, que precisamente en nuestro país se ha ido más allá que en otros Estados en la concesión de prebendas políticas a las regiones y sus ciudadanos. Y que no hay suficientes garantías.
En la materia que yo cultivo, el Derecho administrativo, se da la circunstancia de que no solo nuestras leyes administrativas vigentes están cuando menos a la misma altura o nivel que las de cualquier Estado de nuestro entorno. Más allá, resulta que, incluso cuando se habla no solo del presente sino también de los años cincuenta por ejemplo, habría que matizar y hablar con mayor fundamento, porque por entonces había leyes de procedimiento administrativo, de expropiación forzosa o de jurisdicción contencioso-administrativas, o de contratos administrativos que situaban a nuestro Estado en una posición altamente destacada en un contexto jurídico internacional.
Cuando se discute el nivel de garantías me imagino que lo que habría que mirar es este tipo de datos derivados de la legislación de los años cincuenta y la actual. Como profesor de Derecho me causan estupor ese tipo de declaraciones tan sumamente ignorantes.
Quizás fuera hora de empezar a levantar velos y de que los juristas hablen más, cuando se plantean estos temas y de que estos muestren las realidades de las cosas, e incluso que se hable con mayor propiedad de la propia época preconstitucional desde el punto de vista de las garantías existentes en un contexto comparado. En este sentido, otro de los factores raros es oír hablar de España como una joven democracia. Nuevamente, es significativo cómo conocer mejor el Derecho administrativo a nivel social proporcionaría grandes descubrimientos. ¿Cómo se mide esto de las garantías en un plano histórico? ¿No se mide por el grado de desarrollo y calidad de sus leyes? Desde este punto de vista, el Derecho administrativo aporta el conocimiento de un sistema de garantías no solo hoy o en los años cincuenta, sino incluso desde mucho antes. De todo esto se habla poco, bajo discursos interesados que sinceramente no se entienden.
Se dan grandes contradicciones y paradojas. Algunos se apoyan en la historia para afianzar sus propósitos políticos. En efecto, hay que hablar de ella, pero curiosamente en sentido opuesto de lo que se está tantas veces diciendo.
Ya que se ha hablado tanto de normalización durante los últimos años, el reto de futuro sería normalizar nuestra lengua, nuestro Estado y hasta nuestra historia. Animaría a los juristas en general a que hablen de todo esto, cuando un político dice que España no es una auténtica democracia, o en las redes sociales, ya que éstas adquieren gran importancia hoy día y, sin embargo, están invadidas de opiniones a veces ignorantes pero que pueden confundir a, o influir en, los electores.