
No hay democracia en Cataluña. Lo dijo la vicepresidenta en septiembre, cuando los separatistas amordazaron a la oposición en la cámara autonómica para aprobar con malas artes la convocatoria del referéndum ilegal. No hay democracia cuando un grupo de presión, sea cual sea el interés que le guíe, mantiene secuestrado a todo un Parlamento valiéndose de cualquier resquicio legal o administrativo.
Es lo que ha hecho Roger Torrent, aplazando la sesión de investidura más allá de lo que fijan las normas, burlándolas de forma artera mediante una prórroga, hasta el momento en el que Jordi Turull decidió presentarse. No contaban con el bofetón de la CUP y, por fortuna, los plazos se han activado.
Pero sigue sin haber democracia en Cataluña. No la hay cuando comandos organizados pueden bloquear peajes, cortar carreteras, quemar contenedores o coches o agredir impunemente en la vía pública a todo aquel que no secunde sus consignas, ante la aparente pasividad de la policía. No hay democracia cuando las fuerzas del orden, un ejército de 17.000 mossos, no utiliza como es su deber la violencia legítima para imponer el imperio de la ley.
Eso es lo que está ocurriendo en Cataluña, en una parte de España. ¿Se lleva el PSC las manos a la cabeza y alerta de que puede acabar en enfrentamiento civil? ¿Habríamos llegado hasta aquí si por acción u omisión los partidos constitucionalistas no hubieran legitimado a los independentistas?
Hasta hace bien poco había una regla no escrita por la que invariablemente las dos grandes formaciones nacionales concedían a los nacionalistas el "derecho natural" a gobernar en los territorios de los que procedían. Y no solo porque necesitaran sus votos para aprobar leyes o presupuestos en el Congreso, ésa únicamente era la excusa. Baste recordar a Artur Mas y Durán i Lleida negociando en el despacho de Zapatero un estatuto que rebasaba la Constitución, al margen del Gobierno legítimo de la Generalitat, el tripartito presidido por el socialista Pascual Maragall. De aquellos polvos vienen estos lodos.
En la democracia manda la ley, es predecible e incluso tediosa. Los que cumplen las normas y pagan sus impuestos esperan vivir en paz y con libertad. En la anarquía, cualquier cosa puede ocurrir en cualquier momento. Y eso es lo que hoy ocurre en Cataluña, que un grupo de violentos ha tomado las calles ante la aparente pasividad del Estado, que solo reacciona a posteriori.
Por eso, a nadie puede sorprenderle lo que vaticinan las encuestas. La vida política española está tan agitada que puede haber un vuelco en cuestión de horas, pero lo que explican los sondeos es lo que se palpa en la calle desde hace años, es el soberano hartazgo de la gran mayoría de españoles, voten a izquierda o derecha, con la permanente cesión del bipartidismo ante el chantaje nacionalista. Cabe esperar que no hayamos llegado tan lejos que se nos haya ido de las manos.