La importancia de lo visual en el espacio público tiene larga data, pero su apogeo es reciente. Durante la II Guerra Mundial, el gasto dedicado a promocionar productos comerciales cayó en picado y en EEUU las empresas dedicadas al negocio publicitario buscaron otra línea de ventas en la publicidad institucional. Esta novedad pasó pronto a la mercadotecnia política y hablar de imagen se puso de moda.
Hanna Arendt dejó escrito que la política es la conjunción, en el espacio público, de ideas y de acción. Ideas articuladas, es decir, discurso. La persuasión, es decir, el intento por conseguir una opinión favorable a las ideas y/o a las personas es uno de los objetivos principales de la política. No es de extrañar, por tanto, que se haya escrito que "el vedetismo político actual es hijo del star-system y se ha extendido a los espacios sociales de producción, reproducción y representación de lo público. Un sistema que fabrica divinidades terrestres con duración mediática de un cuarto de hora" (David Reyes, Comunicación y política).
La publicidad es una disciplina que le debe mucho a Freud y muy poco a Marx y nos hace creer lo siguiente: "Nos encontramos en una sociedad para la que vale más un gramo de imagen que un kilo de acciones" (leído en una campaña electoral española). Un camino hacia ninguna parte.
Por otro lado, la dependencia mediática de políticos-publicitarios, vale decir, la sumisión al reino de la trivialidad y del escaparate, representa la negación de las ideas complejas, sin las cuales la política pierde su alimento principal. Un escaparate en el que se persigue, cual Belarmino hiciera con Galileo, todo discurso complejo, lo cual impide que se eleve el vuelo político por encima del último titular de prensa o la penúltima encuesta de opinión. Una dependencia obsesiva que ha reducido drásticamente la autonomía política de los partidos. "Lo único importante es dar buena imagen", aseguran los nuevos maquiavelos que, como plaga, rodean a los líderes políticos, pero, dado que la elección exige la existencia de diferencias entre los 'elegibles', la relativa uniformidad de los contenidos se pretende ocultar detrás de unas diferencias 'virtuales'.
La representación es necesaria, pero no puede, en su acepción teatral, eliminar el texto. Y es precisamente la supresión del texto lo que se quiere obtener. Los asesores de imagen y los publicitarios políticos no buscan otra cosa y la estrechez de los márgenes a los que se ven sometidas las propuestas políticas es su gran aliada.
Un experto en campañas electorales, Xavier Roig, escribió lo siguiente: "Las campañas electorales no son más que un vehículo para la transmisión de un mensaje. De hecho, el mensaje es una versión de la vieja receta del marketing comercial. El candidato se tiene que plantear la venta de un producto... y ello supone una apuesta por la tecnificación y la profesionalización que, sin duda, ha creado alguna incomodidad ante lo que podría ser visto como una trivialización del debate político". ¡Y tanto!