El artículo 6 de la Constitución trata con mimo a los partidos políticos: "Los partidos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son el instrumento para la participación política". A cambio de estas prerrogativas, ese mismo artículo sólo les exige que su estructura interna y funcionamiento sean democráticos. Exigencia que todos ellos se han pasado por el arco de triunfo. Pero también han usado el poder para perpetrar una invasión sobre otros ámbitos que les están vedados: cajas de ahorro, Poder Judicial, ONG... Sabemos por las encuestas que los partidos son hoy las instituciones que gozan de menor confianza. Pero, al mismo tiempo, resultan imprescindibles. García Pelayo ya nos previno sobre la resistencia de las direcciones de los partidos a cualquier regulación porque limita su libertad de acción. Sin embargo, todas las asociaciones y empresas tienen restringida su libertad de organización por las leyes correspondientes. Leyes que dan garantías a los empleados y a los consumidores.
La situación actual tiene su origen en la Ley Orgánica de Partidos (LO 54/1978). Lo más llamativo de ella es que se limita a enumerar criterios generales que a nada comprometen. Y esa libertad organizativa ha sido decisiva en la deriva de los partidos. De este modo, la regulación de su actividad interna quedó al albur de sus Estatutos, que con frecuencia se saltan a gusto del mando. De esta trapacidad hay ejemplos y el más notable se produjo el día que se cerró la sede de la Federación madrileña del PSOE, se dejó a los militantes sin derechos y se echó al secretario general, Tomás Gómez.
El sistema español tiene como uno de sus rasgos más específicos la enorme cantidad de puestos políticos que salen a elección o designación cada cuatro años: 350 diputados y 252 senadores, 1.184 diputados autonómicos, 1.040 diputados provinciales, seleccionados por los partidos entre los concejales electos; 8.116 alcaldes, 60.346 concejales, 157 miembros de cabildos insulares, varios miles de miembros de vocales vecinos en las Juntas de Distrito en las grandes ciudades, etc. En suma, un relevante rasgo estructural de la política española es la gran cantidad de personas (entre 80.000 y 100.000) cuyos puestos de trabajo dependen de ella. Es dudoso que en los partidos haya capital humano suficientemente preparado para abastecer estos cargos, pero eso poco les importa, aunque el desprestigio está servido. En estas condiciones no puede extrañar que la calidad de nuestros "representantes" haya caído en picado y que muchos de esos cargos estén en manos de personas que no han cotizado nunca a la Seguridad Social, fuera de lo que hayan cotizado por su trabajo de "funcionarios" de sus propios partidos. Y esa es otra: se hace la primera comunión, se entra a "trabajar" en "las juventudes", se pasa a ser "funcionario" del partido y allí a esperar que te metan en alguna lista. Una endogamia que trae aparejada la incompetencia.