El exvicepresidente del Gobierno, Rodrigo Rato, está crecido. Casi tres años después de que la Fiscalía le acusara de los delitos de fraude, alzamiento de bienes y blanqueo, por los que fue detenido, aún no existen pruebas sólidas para enviarlo a la cárcel. Rato envió en las pasadas semanas un informe detallado al juez, en el que explica una por una todas las operaciones por las que está imputado. El político estima en un máximo de 85.000 euros su fraude a Hacienda, que inicialmente lo estimó en 8 millones, como publicó elEconomista.
Como la cuantía del presunto fraude es inferior a 120.000 euros anuales no hay delito penal y, por tanto, jamas pisará la prisión. Al menos por este motivo. Su versión abona la tesis de que en su detención, en la calle a plena luz del día y en presencia de su familia, hubo una intencionalidad política.
Rato se siente engañado y traicionado por Montoro cuando fue a pedirle permiso para apuntarse a la amnistía fiscal para repatriar el patrimonio que su padre había sacado fuera en tiempos de Franco. El ministro de Hacienda le prometió confidencialidad, como al resto, y lo animó a inscribirse, pero luego incumplió su palabra. Montoro se escuda en que no podía parar un proceso abierto por la Agencia Tributaria, que comenzó a sospechar de varias operaciones detrás de las que se escondía un posible delito. Era también una manera de mostrar a la opinión pública que nadie podía saltarse la ley y menos todo un exvicepresidente. Y también que no le temblaría la mano para perseguir otros asuntos de corrupción que afectan al PP.
Su detención y posterior puesta en libertad, con el aviso previo a los medios de comunicación para darlo a conocer urbi et orbi, muestra que el Gobierno quiso explotarlo políticamente. ¿Por qué? Las relaciones entre Rato y Montoro nunca fueron cariñosas.
Además, Rato se había negado como presidente de Bankia a las peticiones personales hechas por Montoro (algunas inconfesables). Pero más allá de estos asuntos íntimos, su detención pretendía tener un efecto ejemplarizante ante la sociedad. Por tanto, sí, el Gobierno quería meterlo en la cárcel, como denunció esta semana el ex vicepresidente, aunque no se trataba de un capricho; tenía sospechas de un fraude gigantesco.
No obstante, hay algunas cosas que Rato saca de quicio, como que la ministra de Empleo, Fátima Báñez, dijo a su secretaria, Teresa Arellano, que se apartara de él. Cuando lo detuvieron, hacía varios meses que unos agentes misteriosos habían advertido a Arellano del riesgo que corría. Desde que cayó Bankia, Rato no era de fiar para la clase política y empresarial y muchos lo manifestaban en privado.
Arellano es una persona honesta y muy querida en el entorno del PP y por eso varias personas le aconsejaban que dejara a su jefe. Sea como fuere, creo que desvelar esas advertencias corresponde a Arellano y no a Rato, quien dañó a su secretaria y la forzó a colocarse como administradora única de Kradonara, la sociedad que recibió los 835.000 euros cobrados en comisiones de publicidad de Publicis y Zenith. Arellano permaneció detenida durante 48 horas por su pertenencia a esa sociedad, en la que jamas ejerció ni firmó ninguna operación. Así le pago el vicepresidente su fidelidad durante más de 30 años de trabajo y el mantenimiento a su lado, pese a la desconfianza de sus amigos. ¡De pena!
Tampoco lleva Rato razón cuando culpa enteramente al ministro de Economía, Luis de Guindos, de la intervención de Bankia saltándose al Banco de España. El problema es que en lugar de profesionalizar la gestión con un consejero delegado de reconocido prestigio, se decantó por Francisco Verdú y como vicepresidente puso a José Manuel Fernández-Norniella, un político del PP cercano a él, que estaba en permanente pugna con el consejero delegado.
La gota que colmó el vaso de la paciencia fue el nombramiento de su secretaria como responsable de la cuenta de marketing y publicidad, tras el despido de su anterior responsable, Pilar Trucios, que había llegado de la mano de Jaime Castellanos, expresidente del grupo Recoletos, a quien debía varios favores por sus trabajos para el banco de inversión Lazard, del que Rato se llevó una generosa indemnización de seis millones de euros y al que contrató para la salida a bolsa de Bankia.
La designación de Arellano fue provisional, después de que ésta manifestara su oposición, pero causó sorpresa e indignación porque constataba que el banco estaba en manos de un grupo de amiguetes. Además, hay que tener en cuenta que el ex vicepresidente del Gobierno había llegado a ocupar el sillón de la entidad de Plaza de Castilla gracias al apoyo de Mariano Rajoy y al pacto posterior con PSOE y Comisiones Obreras.
El acuerdo político explica por qué no se atrevió a suprimir las tarjetas Black, un sutil instrumento para recompensar a los consejeros, que cobraban una mísera remuneración en comparación con el sector y percibían como única dieta por acudir a los consejos una caja roja de bombones. Miguel Blesa había popularizado el regalo, de manera que los consejeros podían recogerla incluso sin asistir a la reunión del órgano de administración. Tretas como ésta, le permitieron adquirir el Banco de Florida a un precio estratosférico y sin oposición interna.
Con estos antecedentes y la cotización de Bankia y de todo el sector financiero derrumbándose cada mañana, el nerviosismo de su competencia era creciente. Tanto el fallecido Emilio Botín, como Isidro Fainé o Francisco González culpaban de sus descalabros bursátiles a Rato y presionaban a Guindos para echarlo.
La prueba es que el despido de Rato, el 7 de mayo de 2012, se produce al día siguiente de una cena que el ministro celebraba en su despacho con los tres banqueros citados, con quienes debió de pactar su salida. No lo hicieron para beneficiarse en el reparto de los depósitos, como dijo Rato esta semana, sino para evitar el colapso de sus entidades.
Rato había pactado con el entonces gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, la inyección de 8.000 millones para resucitar la entidad financiera. Guindos consideró insuficiente esta cifra, y la multiplicó prácticamente por tres, cuando solicitó el rescate a Europa. Con el clima de incertidumbre existente, con toda la economía a punto de ser intervenida y el FMI ofreciendo miles de millones para mantener la liquidez, Guindos tenía que dar un golpe de efecto para recuperar la confianza. Se ha discutido mucho si la cifra fue exagerada, pero el agujero era desconocido y, por otro lado, no podía atraer a un profesional como José Ignacio Goirigolzarri para tutelar la entidad sin la garantía del rescate.
Por cierto, que Guindos ofreció a Rato que nombrara a Goirigolzarri y él se quedara en un segundo plano y se negó, por lo que no quedó más salida que su cese. Unos meses antes, Rato también rechazó la vicepresidencia de La Caixa a cambio de la fusión de ambas entidades. Tuvo oportunidades de salvarse, pero su orgullo se lo impidió.
Las auditorías de Deloitte y los informes de la consultora AFI de Emilio Ontiveros, que propiciaron la fusión de Caja Madrid con Bancaja y el resto de entidades de Castilla y León y La Rioja, resultaron un fiasco. Rato lo sabía y por eso descartó luego absorber Banco de Valencia con las valoraciones de Deloitte. Pero, sin embargo, usó los servicios de Deloitte para la salida a bolsa de Bankia. O mejor dicho, se aprovechó de su laxitud, hasta que la auditora lo traicionó en vísperas de su dimisión.
También es verdad que sacó a bolsa Bankia por la presión del Banco de España, que creyó que su cotización en el mercado sería el mejor instrumento para dar una imagen de normalidad y de solvencia. Y por la ex vicepresidenta Elena Salgado, que esta semana lo negó en el Congreso. Pero qué más da ya lo que diga Salgado, si vio brotes verdes donde había una depresión económica de caballo. Fue un error político monumental, en el que Rato no tenía más opción que participar, porque estaba en manos del Banco de España y de Salgado, ya que había llegado al poder gracias a su apoyo, el del PSOE.
Fernández Ordóñez diseñó una hoja de ruta para salvar Bankia que no funcionó y Guindos se dio cuenta y lo abortó nada más llegar. A la vista está que hizo lo correcto. Quizá hubo intencionalidad política, pero lo indudable es que la gestión del ex vicepresidente al frente de Bankia fue nefasta y su cese era irremediable y necesario.
PD.-España entera vive pendiente de la investidura de Puigdemont. Rajoy está ante otro desafío del expresidente de la Generalitat, porque si la Mesa del Parlament vuelve a obviar la Ley y permite la investidura telemática o por delegación, se verá obligado a suspenderla y mantener en vigor el 155. Parece evidente que Puigdemont busca el enfrentamiento permanente para llamar la atención internacional. Pero su estrategia es cada vez menos creíble y provoca sonrojo fuera. Hasta su más fieles seguidores, como los Jordis o el exconsejero de Interior, Joaquim Forn, renegaron esta semana de la vía unilateral para lograr la independencia. Puigdemont está cada vez más solo, aunque él no lo sepa.
Por lo demás, la economía sigue viento en popa. Los miembros del Banco Central Europeo (BCE) se plantean acometer la primera subida de tipos este mismo año, lo que da aliento a los valores de banca en bolsa. Pero ojo, hay que estar muy atentos a la sorprendente revalorización del euro, que puede aguar la fiesta alcista y las perspectivas económicas en los próximos meses.