
La desaparición de uno de los más importantes dirigentes políticos que ha tenido España en la etapa democrática ha coincidido con el inicio de una campaña electoral decisiva, histórica y esperemos que balsámica. Eso esperamos, aunque la realidad está muy lejana a un momento de concordia post traumática que sirva como bálsamo para una ciudadanía alucinada con lo que acaba de presenciar.
Manuel Marín se retiró de la política demasiado pronto. Su capacidad analítica, si espíritu visionario y sobre todo su talante profundamente democrático y tolerante iban siendo características en desuso en el ahora lejano 2008, cuando abandonó tras su etapa como presidente del Congreso. No quiero decir que fueran mal vistas, pero sí que en los partidos políticos el talante conciliador y aquello de saber escuchar al otro eran hace diez años ya cosas algo anquilosadas, y por eso decidió dar el paso a un lado.
En la presidencia de la Cámara Baja ha tenido grandes sucesores. Bono y Posada, además de la actual Ana Pastor, son políticos con sentido institucional, que recogieron una herencia de defensa de la pluralidad en la casa y supieron defenderla y honrarla. La herencia de Manuel Marín, uno de los socialistas que modernizaron España junto al resto de partidos democráticos para meterla en las instituciones europeas y trasladarla al siglo XXI procedente de ese túnel del tiempo que ahora deberíamos todos ver tan lejano como realmente está.
Marín era uno de esos personajes de la política que sobrevuela por encima de la vulgaridad. No compraba las preguntas enfangadas. Subía muy alto, tomaba perspectiva, y desde allí arriba te contestaba con un grado de sabiduría que más le valía analizar con detalle a buena parte de nuestra actual clase dirigente. No entraba nunca en la descalificación del adversario, para él un compañero más en la tarea de hacer juntos la vida pública española. No se regodeaba en la diferencia, sino que buscaba y alentaba los puntos comunes.
La campaña electoral de las catalanas ha empezado con pocos como él en los titulares de los periódicos. Unos llaman fachas a otros. La palabra fascistas se emplea con la misma alegría con la que se publica un tuit, sin reparar en el origen real del fascismo: el mismísimo nacionalismo clavado en el corazón de Europa en los años 30. Se compara al adversario político con Primo de Rivera, sea por error o por acierto. El culto a la imagen del líder ha banalizado la verdadera profundidad del mensaje que se quiere trasladar a los ciudadanos. La propia preparación intelectual y humana de los cargos públicos ha descendido varios peldaños desde que Manuel Marín y sus coetáneos dieron ese paso al lado hace una década.
Llevamos por vez primera imputados en las listas electorales sin que haya un clamor nacional, televisivo o de cualquier otro cariz, semejante al que se produjo con imputaciones menos graves en un pasado no tan lejano. Todo ha cambiado demasiado en el tiempo transcurrido desde el primer día de octubre de 2017 hasta este inicio de la campaña catalana. Parecería una eternidad.