Confieso que la palabra patriotismo me produce incomodidad e inquietud. Considero que la aceptación consciente de pertenecer a una colectividad formada históricamente constituye uno de los imaginarios colectivos que pueden ayudar a desarrollar hábitos, valores y comportamientos necesarios para la cooperación cívica y el bienestar común de los integrantes de esa creación de identidad compartida y emocional, llamada Patria.
Pero con frecuencia, y la Historia nos ilustra con creces, el patriotismo ha sido el disfraz victimista con el que el racismo, la xenofobia o el fascismo se han presentado como liberadores y garantes de un renacer de la patria en momentos en los que la sociedad atraviesa una crisis profunda. La tal patria concebida desde esos presupuestos ha devenido en una delirante exaltación mesiánica que ha encubierto todos los complejos de inferioridad subyacentes en esa actitud.
De un tiempo acá y con el independentismo catalán como motivo, ha renacido un patriotismo, chusco y propio del género chico zarzuelero. La profusión de banderas o el canto del soy español se han erigido como la más señera demostración del amor patrio. Resultan chocantes estas efusivas demostraciones de amor a España en flagrante contradicción con el silencio, a veces cómplice, ante las corrupciones de "servidores públicos" que roban, esquilman el erario y los caudales de la amada patria y mienten con el mayor de los cinismos.
Por no hablar del apoliticismo usado para no mojarse en algo que les concierne como ciudadanos. Y es que en nuestro país, además de la hipocresía social y la inhibición culpable ante los problemas que nos conciernen a todos, funciona una concepción del patriotismo basada en la demonización de algo o alguien; un enemigo que cumpla el rol de chivo expiatorio de nuestras carencias cívicas. Ayer fueron los judíos, los moriscos, los republicanos, los librepensadores y ahora le toca a los exponentes de un proyecto fracasado. En resumen alancear al moro muerto.